Cuando en 1541 el cronista Sarmiento de Gamboa llegó al Perú, describió con asombro cómo en la costa norte podía encontrarse, sucesivamente y a “dos leguas” (8 kilómetros), pueblos con autoridades, idiomas, dioses y costumbres diferentes. Luego su asombro debió ser mayor, pues identificó, en la sierra, diversidad de pueblos, curacazgos y behetrías, articulados débilmente en unas 66 culturas, en las que cada una mantenía su celosa independencia.
El avance inca complicó más las cosas, pues desplazó poblaciones enteras a lugares diametralmente opuestos a sus puntos de origen. Un visitador posterior encontraría en la zona de Cangalla, Ayacucho, a muchos grupos humanos de distintas procedencias, hablando aún sus dialectos y guardando sus costumbres en un ambiente de gran desconfianza, entre unos y otros.
La fundación de Lima tuvo como uno de sus objetivos crear un centro nuevo, ajeno a esa variedad, un lugar más homogéneo y más gobernable. Los españoles concentraron los grupos indígenas en la periferia (los llamados pueblos de indios) e introdujeron la raza negra que, con sus mestizajes, llegó a ser mayoritaria.
Así se mantuvo la capital amurallada ante la variedad, pero desde 1930 se inició una silenciosa y enriquecedora inmigración. Esta, en el curso de 70 años, hizo que Lima y el Callao pasaran de 200 mil a 9 millones de habitantes.
El nuevo limeño, inclusive el de primera generación (y podríamos estar hoy en la cuarta), no es del norte ni del sur, ni de la sierra o de la costa: conserva aún el vínculo con su club departamental, pero los disuelve cotidianamente en una nueva cultura limeña. Aquí se combina, en una sola realidad, la diversidad del Perú, con sectores medios emprendedores y progresistas.
No hay gobiernos regionales proponiendo la desintegración de la nación y oponiéndose al desarrollo del conjunto, a cambio de mantener su singularidad.
Parece cumplirse la sentencia de Valdelomar: “El Perú es Lima”, pero en un sentido positivo, en una Lima en la que se funden identidades de todo el Perú. Sin embargo, todo proceso tiene un costo y una contradicción. Lima ahora ve amenazado su designio.
Diez millones de habitantes en el futuro cercano, millones de automóviles, calles estrechas, cerros de difícil acceso, servicios que exigen renovación, inseguridad creciente e informalidad, que son a la vez modus vivendi de una parte importante de su población.
Lima implosiona por su voluntad de crear una nacionalidad coherente. La proporción de ingresos públicos destinados a cada habitante es menor a la que reciben ahora departamentos más ricos y mineros.
Lima empieza a ser víctima del antilimeñismo, que es una deformación del descentralismo, pero ha cumplido un papel fundamental en la formación de la nueva nacionalidad. De allí que el titular de un diario el día de la elección lo dijera todo: “Salvemos Lima”.