José Antonio Mazzotti nos tortura con algo que ya sabemos: no es fácil ser limeño. Tampoco lo fue en la época colonial, cuando los nacidos en estas tierras no podían reclamar los derechos que presumían tener sobre ellas, luego de arrebatarlas a los pobladores originarios, que los miraban como invasores, al igual que a sus progenitores. A su vez, la administración española había distinguido, de manera interesada, quiénes de los “conquistadores” habían sido fieles o traidores a la Corona.
A los criollos no les quedó otra opción que ir descubriendo, desde muy temprano en el siglo XVI, las formas de supervivencia y negociación en un largo espacio territorial, tratando de arreglar su vida sin la presencia del rey, con autoridades cambiantes y de distintos intereses, con la presión de un clero exigente y siendo conscientes de que eran una minoría de límites fluctuantes.
A los conquistadores, algunos de los cuales fueron inmediatamente convertidos en encomenderos, la gloria les duró poco y siempre estuvo empañada por el quehacer bélico. Al revés de México, donde a Cortés le sucedió la administración colonial sin asesinatos ni batallas, en el Perú fueron muchos los años de enfrentamiento entre quienes rechazaron las nuevas leyes, que al recortar su condición privilegiada, les creó la sensación de despojo de sus derechos. Los Pizarro, los Almagro, Vicente de Valverde (el primer obispo del Cusco) y hasta el primer virrey fueron las bajas notables de este primer desencuentro.
Pero eso lo sabemos por los libros de historia. Mazzotti nos recuerda que existen otros testimonios, más bien literarios, en los que se conforman, a través de la escritura, las estrategias de que se valen los criollos para ir plasmando una identidad diferente a indígenas y afroamericanos. Tan distinta como aquella que los acerca a los peninsulares.
No es una tarea fácil establecer los límites de esta “nación”, que en principio hacía a los criollos parte del conglomerado español, con todas las ambivalencias imaginables, a las que se sumaba la presencia de los mestizos y todas las personas que pretendieron ser clasificadas y dibujadas en lo que en ese tiempo parecían ser cuadros mostrando los prototipos de cada grupo social.
Incluso la identidad reclamada por el Inca Garcilaso se confundía también con los criollos, sobre todo cuando en el transcurso de los años aumentaron las imprecisiones en la documentación de los derechos adquiridos, inventados o comprados. O, para decirlo con palabras de Mazzotti, “este modelo (el que examina las percepciones discernibles de sus miembros frente a otros grupos) de los cambiantes límites identitarios tiene grandes ventajas con respecto al de las esencias, pues son las fronteras y no los contenidos supuestamente permanentes los que terminan definiendo la etnicidad”.
Para llevar a cabo su tarea, el autor utiliza como herramienta de trabajo la épica culta de Nuevo Mundo, tomando como fuente de estudio una selección de autores de los siglos XVI al XVIII, que comienza con el “Arauco domado” de Pedro de Oña, y concluye con Pedro de Peralta y Barnuevo y su “Lima fundada”. Mazzotti no aísla esas obras de la producción completa de los varios autores elegidos, que en algunos casos (como Peralta), refuerza o anticipa el rol de la obra en debate. Así sucede con la “Descripción de las fiestas reales de 1723”, muy importante en el juego de percepciones de un criollo como Peralta, con respecto a las versiones indígenas del pasado incaico.
Pero volvamos a Pedro de Oña. Su poema fue concebido como reacción a la “La araucana” de Alonso de Ercilla, que oscurece los méritos de García Hurtado de Mendoza por el resentimiento de Ercilla contra el jefe del ejército español enviado a combatir a los araucanos, luego de la muerte de Pedro de Valdivia. En su rol de paniaguado de Mendoza, aun admitiendo la calidad del poema de Alonso de Ercilla, Oña reclama saber mucho más sobre Chile (o Nueva Toledo), haciendo gala de su saber directo de la tierra y de la población indígena. Esto no quiere decir que en alguna parte de sus obras se muestre favorable a los indígenas, ni reconozca signo alguno de valor en la población afroamericana. Pero nos resulta importante porque traza la línea entre los que habiendo nacido en estas tierras y vivido en ellas, conocen mejor su paisaje y su gente.
Otro tema que presenta como singular del Nuevo Mundo es en relación con la leyenda de El Dorado con el Perú. Este tópico, nos dice Mazzotti, prefigura el discurso criollista. El oro no es solo el metal, es realidad y metáfora de lo que han venido a buscar los españoles. No solo es la búsqueda del mineral, su pureza evoca en su brillo las excelencias de la tierra descubierta. Desde el clima benigno que la ampara a las posibilidades comerciales legales o ilegales que se abren con Europa.
Estas calidades traslucen la convicción del favor divino al Perú y en especial a Lima, bendecida con la presencia de Rosa y un rosario de santos y bienaventurados que refuerzan la aureola de la ciudad fundada por Pizarro, cuya figura vuelve a reverdecer laureles en el siglo XVIII, con el florecimiento en los escritos de los criollos.
No es posible agotar en pocas líneas la calidad y vastedad de temas con que nos hace estremecer Mazzotti. Hay en sus páginas finales una mirada al presente, como continuación del crisol en que se formó Lima. Como si la “viveza criolla” fuera un rezago de la voluntad acomodaticia que lucieron los poetas de la Colonia, repitiendo los prejuicios contra indígenas y afrodescendientes.
Confiemos que este no sea el caso, con más de 6.000 asociaciones de “provincianos” con sede en la capital, su cara ha cambiado tanto como sus problemas. No es posible el desprecio a los que llegan desde el “interior”. Son más que los nacidos bajo su cielo gris, y han demostrado capacidad de adaptación, trabajo y voluntad de triunfo, y podrían hacer con los limeños aquello que aspiraban los primeros indigenistas: arrojarlos al mar.