Los límites de la obediencia, por Luis Carranza
Los límites de la obediencia, por Luis Carranza
Luis Carranza

En un país democrático donde impera el Estado de derecho y la burocracia se rige por leyes emanadas de un cuerpo representativo de la sociedad, un funcionario tiene un enorme poder. El poder de su firma. Dentro del marco de la ley, existen procedimientos que solo pueden ejecutarse con la firma del funcionario encargado, ya sea este ministro, viceministro o director general. Más aun, existen ciertas acciones discrecionales que solo se pueden tomar si es que el alto funcionario así lo decide o accede, a través de alguna resolución ministerial, un decreto supremo o, en determinados casos excepcionales, la emisión de un decreto de urgencia, que es una norma con rango de ley.

En un país democrático, el presidente no puede imponer su voluntad. Esto pues no solamente existen los pesos y contrapesos de los otros poderes del Estado, sino que dentro del Poder Ejecutivo, los funcionarios pueden, llegado el momento, presentar su renuncia o esperar a ser apartados si es que hay una discrepancia con la voluntad del jefe de Estado.

¿Qué lleva a un funcionario a mostrar una obediencia obtusa a órdenes o deseos del presidente? ¿Por qué no renunciar y evitarse problemas tanto de reputación como legales en el futuro? La primera razón que se nos viene a la mente es la lealtad, pero si lo que se pide está reñido con el buen gobierno y va en contra de lo que el funcionario en cuestión cree, la lealtad no puede ser una razón válida. 

La segunda razón tiene que ver con lo que recibe el funcionario a cambio de su obediencia. Esto va desde mantenerse en el puesto hasta lo que a usted, estimado lector, se le pueda ocurrir.

Pero por encima de la lealtad mal entendida y las razones de corrupción, existe un fenómeno complejo de obediencia a la autoridad que va más allá de lo razonable. Stanley Milgram condujo en 1961 los experimentos más famosos en el campo de la psicología social para demostrar que individuos comunes y corrientes eran capaces de causar daño físico a personas si es que actuaban bajo las ordenes de una autoridad. 

El experimento consistía en que un individuo, el “maestro”, aplicaba como castigo un ‘shock ‘eléctrico a otro, el “alumno”, si este respondía mal a una pregunta. Las descargas eléctricas iban subiendo en intensidad desde los 15 voltios hasta los 450 voltios. 

Los resultados fueron realmente sorprendentes. Más del 60% de los participantes llegaron a aplicar ‘shocks’ máximos de 450 voltios, bajo el comando del experimentador que obligaba a los sujetos a culminar con el experimento, aun cuando a lo largo de la prueba se sentían incomodos con el daño físico que causaban en el supuesto alumno.

Stanley Milgram quería probar que la obediencia ciega generaba serios peligros para la sociedad cuando una autoridad férrea se impone a los principios éticos individuales. Si bien es cierto que Milgram tenía como referente a los millones de alemanes que participaron del Holocausto simplemente obedeciendo órdenes, las conclusiones del estudio son válidas para analizar los problemas de políticas públicas mal diseñadas.

¿Por qué un ministro lanza una acusación absurda y temeraria, en las postrimerías del gobierno, en contra de periodistas independientes por hacer su trabajo? ¿Por qué ministros que supuestamente saben algo de macroeconomía se convierten en instrumentos políticos del gobierno para cambiar las leyes de responsabilidad fiscal y aumentar los gastos corrientes de manera tan irresponsable? Y mientras se justifican ante sí mismos y la sociedad repitiendo el mantra de incluir para crecer, permiten proyectos como la refinería de Talara (donde no hay mantra que lo soporte).

¿Cuál es la clave para evitar estas trampas? En el campo del gobierno, a diferencia del experimento original de Milgram, además de la autoridad, se requiere la existencia de una historia. En nuestro caso, la historia fue incluir para crecer. En Tanzania, Julius Nyerere basó su historia en las costumbres ancestrales y la llamó el socialismo africano. Mientras que en Venezuela, la historia de Hugo Chávez fue el socialismo del siglo XXI. 

Esta historia es el elemento esencial que justifica las decisiones evitando así la contradicción que surge a nivel del funcionario entre la ética individual y la obediencia al deseo del gobernante de turno. 

Un elemento central de la democracia es la deliberación de estas historias, lo que permite contrastarlas con la realidad y corregir errores. A nosotros, la lección nos salió más barata que a Venezuela.