Héctor López Martínez

A mediados de enero del presente año comenzaron a difundirse las noticias de torrenciales en , Tumbes y otras regiones del norte del país. Conforme pasaban los días, los informes eran más alarmantes y se multiplicaban los daños personales y materiales. Ciudades y pueblos inundados, cultivos destruidos, ganado muerto, caminos bloqueados y otros desastres más. Lo que fue un verdadero comenzó a remitir recién en los primeros días de mayo, pero dejó una terrible y luctuosa secuela: la epidemia de dengue que se viene combatiendo hasta el presente con grandes carencias. No podemos olvidar que sobre el Perú pende una espada de Damocles, ya que existe la posibilidad de El Niño costero y El Niño global que, según anuncios del Senamhi, podrían ocurrir simultáneamente en el verano del 2024. Advertidos estamos.

Veamos lo ocurrido en 1891. A las calamidades y destrozos causados por la invasión chilena concluida pocos años antes, vinieron a sumarse en el Perú los cuantiosos daños generados por la fuerza de la naturaleza. Sobre el particular, el corresponsal de El Comercio en Piura señalaba que, después de siete años consecutivos de sequía, las lluvias torrenciales habían sacado de madre a los ríos Piura, Chira y Tumbes, “inundando los campos, arrasando los sembríos y arruinando las poblaciones”. Catacaos, añadía el corresponsal, estuvo a punto de desaparecer en dos oportunidades, lo mismo que otras pequeñas poblaciones. Según el prefecto de Piura, José M. Rodríguez, en la capital del departamento solo se veían “paredes caídas, techos desplomados, muros rajados y casas arruinadas total o parcialmente”. Los numerosísimos damnificados, tanto en los núcleos urbanos como en los rurales, fueron socorridos por una colecta pública. Desde se envió al ingeniero Emeterio Pérez para que dirigiera las obras de reparación de la línea del ferrocarril Paita-Piura y para que atendiera los trabajos “de defensa y protección que deben ejecutarse en la ciudad de Piura”.

Los “caminos de hierro” sobre los que discurrían diferentes ferrocarriles en diversas regiones del país resultaron seriamente afectados por las lluvias. Los desbordes del río Santa arrasaron cuatro kilómetros de la línea a Chimbote. Muy dañadas quedaron también la línea de Salaverry a Trujillo y las de Pacasmayo a Guadalupe y Yonán. En el sur, las vías de Arequipa, Puno y Cusco registraron severos deterioros. El Ferrocarril Central, a su vez, fue bloqueado a la altura de Ñaña por dos grandes huaicos.

La región de Áncash fue afectada por sucesivos aluviones. Huaraz quedó aislado durante 80 días y se tuvo que recurrir al trabajo forzoso de campesinos para abrir trochas de emergencia. Varias pequeñas poblaciones y caseríos del Callejón de Huaylas desaparecieron. Trujillo y Chiclayo soportaron durante 70 días consecutivos lluvias “con tempestad, truenos y relámpagos”. Los daños fueron cuantiosos. Chimbote, muy pequeño por entonces, desapareció en un 95%. Paita y Samanco quedaron irreconocibles.

Pero las provincias que más sufrieron fueron Chancay, Huarochirí, Lima, Cañete, Canta y Yauyos. Casma y Supe desaparecieron bajo las aguas del río Seco. En Lima, el Rímac se desbordó el 20 de marzo anegando el puente Balta y las aguas avanzaron hasta las estaciones de Desamparados y La Palma, “destruyendo los terraplenes”. Las rancherías de Cantagallo quedaron destruidas.

Lo difícil de las comunicaciones, a lomo de mula, ferrocarril o buques caleteros a vapor, no permitió una inmediata ni significativa ayuda a los numerosísimos afectados. No se supo el número exacto de muertos que, según los cálculos más conservadores, superaron largamente los 2.000 en todo el país, quedando sin techo aproximadamente 50 mil personas. La Sociedad Peruana de la Cruz Roja realizó una esforzada labor en pro de los necesitados reuniendo dinero, ropa y víveres que fueron enviados a los lugares con mayores necesidades. Lo cierto es, como decía El Comercio, que muchos quedaron “sin hogar, sin vestido, sin alimento y expuestos a ser víctimas de la peste”. El de 1891 sería uno más de nuestros años terribles durante el siglo XIX.



*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

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