El COVID-19 no respeta ni aquello que parecía escrito sobre piedra e inamovible en las sociedades democráticas: la fecha de las elecciones. Muy pocos han sido los casos en los que la fecha de los comicios se ha respetado, tanto así que en 50 países esta se ha modificado. En nuestro país, como antecedentes, tenemos las elecciones a la Asamblea Constituyente, en 1978, que se postergaron de mayo a junio porque sobrevino un paro nacional contra la dictadura militar de Francisco Morales Bermúdez. Y en el gobierno autoritario de Alberto Fujimori, posterior al golpe que encabezó, las elecciones municipales que debían de realizarse en octubre de 1992 se suspendieron para el verano siguiente.
Hemos señalado insistentemente que lo que hay que garantizar es la fecha del cambio de mando (28 de julio del 2021) y no tanto la fecha de las elecciones, pues estas se deben realizar en función del mayor peligro –o no– de la pandemia. De igual manera, la modificación de las fechas claves (elecciones internas, elecciones primarias, primera y segunda vuelta presidencial) deben de estar guiadas por la necesidad de cumplir con la fecha de cambio de mando, pero los requisitos deben ser garantizar la participación ciudadana, la seguridad sanitaria y la implementación de la reforma política.
Es decir, mover una fecha sin fijarse en el impacto en lo demás es no considerar que el día de la votación es el momento cumbre de un proceso (electoral) que está compuesto por etapas preclusivas, que contienen procedimientos, normas y que –muy importante– involucra cada vez más a trabajadores y funcionarios que deben de ser contratados y capacitados, gastando mucho dinero público en un corto tiempo y teniendo que pasar por un enmarañado aparato burocrático por culpa de un Estado que no es eficiente.
¿De qué estamos hablando en términos de personas y dinero? Pues para las elecciones se deben movilizar 25 millones de electores que tienen que participar en cada uno de los tres procesos electorales (elecciones primarias, elecciones presidenciales primera y segunda vuelta electoral) y millón y medio de militantes en las elecciones internas. Se tiene, además, que contratar a cerca de 50 mil personas para que trabajen eventualmente y a medio millón de miembros de mesa sorteados para que se encuentren en alrededor de 5.000 locales en todo el país, la gran mayoría de estos locales escolares públicos. Es decir, con miras a las elecciones del 2021, se tiene que movilizar a alrededor de 78 millones de personas (sumando los tres procesos en los que están llamados a participar los 25 millones de electores) con un costo de S/700 millones de soles. Por eso, lo repetimos, no hay ningún evento en una sociedad que movilice y que produzca contactos entre personas mayor al de un proceso electoral. El riesgo a la vida y la salud de los peruanos por mantener las cosas como están es extremadamente alto.
Bajo estas consideraciones, se deben tomar decisiones que vean el conjunto. Esto es lo que se le invoca no solo a los organismos electorales, que ayer han presentado propuestas que incorporan varias de las preocupaciones que se están discutiendo desde estas páginas, sino sobre todo al Congreso de la República. De esta manera, discutir y casi decidir la suspensión de las elecciones primarias sin el conjunto del proceso aquí esbozado no es lo correcto.
En consecuencia, una fórmula que abarque el conjunto sería: i) realizar elecciones internas con la participación únicamente de los militantes de los partidos, y con voto electrónico no presencial (VENP), ii) suspender las elecciones primarias para el 2022, iii) realizar las elecciones presidenciales en una sola vuelta. Este esquema permite garantizar la participación (con medidas específicas en el día de la jornada electoral) y la seguridad sanitaria de la ciudadanía, y permitiría la presencia de 25 millones y no de 78 millones de personas en todo el proceso electoral, bajando los costos de S/700 a S/280 millones. Si algún esquema es mejor y cubre los requerimientos arriba señalados, a buena hora.
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