El Perú necesita urgentemente de una reforma política, pero tanto liga ella su suerte a un Congreso repleto de conflictos de interés, que de aquí al 2016 y al 2021 podría no pasar nada.
Ha costado demasiado cubileteo legislativo la aprobación en primera legislatura de la no reelección de alcaldes y presidentes regionales. De no haber mediado la escalada de corrupción casi generalizada en estos puestos, probablemente no habríamos llegado a ese resultado. Sin embargo, no descartemos que llegada la votación en segunda legislatura, el 2015, enfrentemos la sorpresa de asomarnos a un nuevo punto muerto.
Hecha la ley, hecha la trampa. Los generadores del trastorno buscan asegurar su retorno, no importa cuánto se desmorone, una y más veces, la institucionalidad democrática.
Así se han enraizado las reelecciones por las reelecciones, sin controles ni balances. Así se ha hecho del voto preferencial el verduguillo de la democratización interna de los partidos. Así se alienta el mantenimiento del voto obligatorio y de paso, amarrado a él, del clientelismo electoral puerta a puerta. Así se hace la vista gorda al transfuguismo cíclico. Así el Congreso es convertido en el statu quo político por excelencia. Así se refuerza el continuismo de lo anómalo. Así, finalmente, se monta, pieza a pieza, la bomba de tiempo que explotará contra el crecimiento económico de los últimos veinte años.
Este no es un pronóstico irresponsable. Sencillamente la advertencia seria de que no es posible construir desarrollo económico alguno sobre un sistema político camino a terminar en escombros, como el nuestro.
Volviendo al comienzo de esta columna, ¿hasta qué punto el trabajo de la Comisión de Constitución bajo la presidencia de Omar Chehade, primero, y ahora último de Cristóbal Llatas, puede reflejar la posibilidad de llegar a consensos partidarios concretos por una reforma política amplia y sostenible?
La respuesta es que por bueno que haya sido el trabajo de Chehade y aceptable sea la promesa de Llatas, lo cierto es que la fragmentada y tensa realidad legislativa del momento desmiente todo entusiasmo reformador capaz de tocar las puertas del Congreso.
No obstante ello, y contra el escepticismo constructivo de politólogos serios como Carlos Meléndez, que no esperan absolutamente nada del actual Congreso, pienso que en el tramo que resta a julio del 2016, tenemos que esforzarnos por arrancar del lobo un pelo, es decir, tenemos que hacer lo indecible para que este poder del Estado retorne siquiera en una pizca de sensatez y decisión reformista el costo de planilla al día que los peruanos solventamos puntualmente.
Desearíamos que el Congreso lo hiciera por eso: por la paga mensual de todos y cada uno de sus miembros.
Alguna cruzada civil tiene que haber para arrancar del lobo un pelo, con la ayuda de algunos singularísimos parlamentarios que desde dentro de la amenaza estructural antireformista pueden comprometerse por el objetivo de mejorar y cambiar el sistema político democrático.