Cuando hace poco se anunció la prisión preventiva del exalcalde de Lima, algunos usuarios susceptibles de Twitter protestaron porque me permití este comentario burlón al compartir la noticia: “Barrotes amarillos, por favor”. No suelo reírme de la desgracia ajena, pero para todo hay una excepción: si un presidente nefasto puede destruir la viabilidad de un país, un alcalde nefasto puede destruir en el corto plazo tu calidad de vida.
Confieso que el antecedente más lejano a mi actitud quizá haya ocurrido cuando el equipo de Castañeda, en su primera gestión, contactó a mi empresa para crear una identidad visual de lo que hoy se conoce como el Metropolitano. Entusiasmado por trabajar con alguien que tenía fama de ser un buen gestor –hacía poco había construido esas necesarias escaleras en la periferia para muchos desfavorecidos–, mi optimismo frenó cuando Castañeda desechó un largo trabajo de investigación y diseño para imponer su deseo: que el futuro sistema de transporte tuviera el amarillo de su partido y, encima, unas hormiguitas trabajadoras que por entonces eran su marca personal. Al disgusto de ver a un político que quería teñir de gloria personal lo que iba a ser un bien público, se le añadió otra perla. Por entonces se criticaba que una curva de la vía expresa de Javier Prado concebida por su antecesor, Alberto Andrade, fuera peligrosa: cierta prensa la llamaba “La Curva de la Muerte” y un funcionario nos comentó los planes para transformar esa curva en una recta y bautizarla antagónicamente como “La Recta de la Vida”. La mezquindad de Castañeda por desconocer y dinamitar la obra de sus antecesores quedó más clara cuando quitó placas, cambió nombres, borró murales artísticos e, incluso, dio un salto al futuro cuando clandestinamente empezó a tramar una revocatoria contra su sucesora – ¡hoy también encarcelada!–, aun antes de que hubiera asumido el cargo. A esta mezquindad se le fueron sumando doce años de cinismo, turbidez y una impresionante falta de visión contemporánea de ciudad que hundió a Lima en lo que es hoy: un encementado patio de histéricos que duermen menos horas debido al tiempo que tardan en transportarse y que enloquecen más con la rabia que se vierte en sus calles, con el desconsuelo adicional de tener pocos espacios verdes para serenarse.
Los hechos hablan por el exalcalde: un corredor Metropolitano que ¡duplicó! su costo, la cancelación de un malecón y de kilómetros de parques junto al río Rímac a cambio de un ‘by-pass’ inútil y con sobrecosto; aquel famoso puente desplomado, el escándalo encarpetado de Comunicore, nuestra metrópoli vomitada de amarillo y, sobre todo, la enorme oportunidad perdida de otorgarle a Lima un perfil de ciudad humana con un sistema ordenado de transporte: según Juan Pablo León, periodista especializado en este tema, Castañeda prorrogó cinco veces el permiso a las combis de Lima y quintuplicó el nivel de informalidad del transporte. Pero Castañeda no está procesado por haber sido un gestor destructivo, sino por lavado de activos, colusión y asociación ilícita, ligados a la recepción de fondos de constructoras brasileñas a cambio de futuras concesiones.
Está encerrado, pues, por presuntísima corrupción, porque no existe cárcel para la incompetencia y el cinismo.
Y por eso me alegro y me entristezco, lloro y bromeo, como un loco más de esta ciudad.