Fernando Rospigliosi

Las decisiones del del jueves pasado muestran que los partidarios del gobierno se han impuesto nuevamente y que la concentración de poderes avanza a paso ligero.

El TC fue nombrado casi en su totalidad durante el gobierno de Ollanta Humala y Nadine Heredia, cuando el humalismo tenía mayoría en el Congreso. Por eso la coalición vizcarrista hizo todo lo posible por obstaculizar que el disuelto Congreso reemplazara a los seis miembros de ese organismo cuyo mandato venció en junio. Y precisamente ese fue el pretexto usado por el presidente para disolver el Parlamento.

Ahora la coalición vizcarrista confía que en el Congreso que se elegirá en enero tendrán la mayoría necesaria para designar nuevos miembros igual o más adictos que los actuales o, en el peor de los casos, bloquear el recambio y hacer que permanezcan los que están allí, con lo cual seguirán teniendo una influencia decisiva en ese importante organismo.

En suma, hoy por hoy no hay ningún contrapeso institucional al gobierno. No existe Congreso, controla la fiscalía –el componente más importante del sistema judicial–, y por diversas razones, tiene la adhesión de la mayoría de medios de comunicación. La concentración de poderes es lo contrario a la democracia –cuya característica esencial es la división de poderes, los pesos y contrapesos– y se denomina, aquí y en cualquier parte, autoritarismo.

La otra característica de la situación actual es la inclinación hacia la del gobierno que es respaldado por políticos, funcionarios e intelectuales de esa tendencia que desde organismos estatales, grupos políticos, universidades, estudios de abogados, ONG, medios de comunicación, le dan soporte y a la vez lo van conduciendo en esa dirección.

El desenlace, en un país abrumadoramente informal y fuertemente desinstitucionalizado, es impredecible y podría ser fatal. Como dice la influyente revista británica “The Economist”, Vizcarra ha abierto una caja de Pandora que “podría desestabilizar al país”. (“Gestión”, 11/10/19).

Algunos analistas –no por casualidad de la coalición vizcarrista– sostienen que es imposible un triunfo de las izquierdas en el Perú porque la mayoría de ciudadanos son partidarios del libre mercado. Esa es una teoría absurda y ridícula.

Primero, porque la decisión del voto usualmente no tiene ese criterio –libre mercado– prioritariamente en cuenta. En el 2011 la mayoría apoyó a un candidato que se presentaba como izquierdista para rechazar al fujimorismo. En el 2006 Ollanta Humala tuvo una importantísima votación –quizá pudo haber ganado si no tenía un rival tan hábil como Alan García– presentándose como un extremista de izquierda. En 1990 Alberto Fujimori ganó como izquierdista, apoyado explícitamente por el 100% de las izquierdas, después de que en 1985 triunfaron dos candidatos que postularon como izquierdistas, Alan García y Alfonso Barrantes. Si después como presidentes se “derechizaron” es otra historia, pero pudo haber sido diferente.

Segundo, lo más importante, ni en América Latina ni en ninguna parte, algún candidato con opción en una elección dice jamás que va a conducir al país a la dictadura y al comunismo o al fascismo. Se enmascaran de diversas maneras y, cuando están en el poder, si las circunstancias les son favorables, instauran gobiernos autocráticos, socialistas o derechistas.

Así, aun en el supuesto negado de que los electores peruanos votaran por el libre mercado como criterio prioritario, eso no sería garantía de nada. No detendría a un caudillo que, aun sin ser un ideologizado izquierdista, si las circunstancias le son favorables, por puro oportunismo, podría inclinarse por ese rumbo en función de sus intereses inmediatos: poder, dinero, impunidad.

La ex secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright, en un reciente texto donde analiza la oleada populista que se extiende hoy por el mundo y la compara con los regímenes fascistas que surgieron en las décadas de 1920 y 1930 del siglo pasado, advierte:

“Los buenos no siempre ganan, sobre todo cuando están divididos y menos resueltos para la acción que sus adversarios. El deseo de libertad puede germinar en cualquier persona, pero también la inclinación a la complacencia, el desorden y la cobardía. Y perder tiene un precio” (“Fascismo. Una advertencia”).

Y añade que en el mundo los autoritarios aprenden unos de otros. “Si hubiera una universidad de despotismo, ya me imagino cuáles serían las asignaturas: ‘Cómo amañar un referéndum constitucional’, ‘Cómo intimidar a los medios de comunicación’, ‘Cómo destruir a los rivales políticos mediante investigaciones y noticias falsas’ (…) ‘Cómo dominar una asamblea legislativa’, ‘Cómo dividir, reprimir y desmoralizar a los opositores para que nadie crea nunca que puede vencer’”.

¿Suena conocido?

No olvidarlo: perder, por complacencia o cobardía, tiene un precio, como han constatado tardíamente millones de ciudadanos en todo el mundo.

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