La epidemia va a golpear duramente nuestra economía. No se va a recuperar en un año. El capital destruido no se recompone en un año.
No es un problema de reanudar ventas. Ha habido descapitalización; o sea, destrucción del capital.
A esta tarea destructora se suma, con empeño y dedicación, el Congreso de la República.
Embajadas de cuatro países enviaron una carta al presidente del Congreso, exponiendo los graves efectos que tendrá la Ley 31018, que suspende el cobro de peajes.
Dicha ley, dicen las representaciones diplomáticas, quiebra el contrato con los inversionistas de sus respectivos países. Establece una suspensión de plazo indefinido y excluye los derechos compensatorios.
El Congreso le ha dicho al inversionista: usted ya no cobra por su inversión. ¿Hasta cuándo? No sé, hasta que se acabe la epidemia. ¿Cuándo se acaba? ¡No sé!
El Congreso proclama: usted no tiene derecho a que se le compense. ¡Pero está en el contrato! Lo siento, usted tiene contrato, pero no derecho.
Gracias a este Congreso, el Perú pasa a ser un país en que los contratos no hacen derecho. Los contratos se convierten en documentos sin efecto vinculante.
El Congreso acabó con la seguridad jurídica, acabó con el país como plaza de inversiones importantes. El Congreso acaba de cerrarnos la puerta al mundo civilizado.
La tarea destructiva del Congreso no se limita al mercado de capitales. Ha dado el siguiente paso en el mercado de bienes.
Los congresistas acaban de aprobar una ley que modifica las penas sobre especulación y acaparamiento.
El artículo 234 del Código Penal (CP) sancionaba la especulación de precios. Era un residuo de la época en que había control de precios.
Dice el CP: Quien “pone en venta productos considerados oficialmente de primera necesidad a precios superiores a los fijados por la autoridad competente será reprimido…”.
El control de precios fue una respuesta, intonsa, frente a la hiperinflación. Era sancionado el que se pasaba del precio “oficial”.
Hoy no hay ni lista de bienes esenciales ni precios “fijados por la autoridad competente”. No hay control de precios. Para el Congreso, sin embargo, debe haberlo.
La norma aprobada se refiere al que “incrementa los precios de bienes y servicios habituales, que son esenciales para la vida o salud de la persona”.
Penaliza al que incrementa sus precios “utilizando prácticas ilícitas que no se sustenten en una real estructura de costos y el correcto funcionamiento del mercado”.
El que aumenta precios “aprovechando una situación de mayor demanda por causas de emergencia, conmoción o calamidad pública será reprimido…”.
¿Cuáles son bienes esenciales? No hay precios fijados por ley, ¿cómo puede saberse, entonces, hasta cuánto está bien subir los precios?
En todo mercado, del mundo y de la historia, los precios suben y bajan. Esa es la función de los precios. Trasladar información sobre la demanda y su relación con la oferta.
El Congreso actual ignora qué cosa es el mercado. Ignora para qué sirven los precios.
La norma define la especulación con relación a la “real estructura de costos”. ¿Cómo haremos? ¿Le pediremos a cada bodega y cada farmacia que nos extienda un certificado de su “estructura” de costos?
Los precios no tienen que ver directamente con los costos. Tienen que ver con la escasez y la utilidad, que es subjetiva, no objetiva.
Creer que los precios deben reflejar los costos es una teoría que fue liquidada en 1871, con eso que se llamó la “revolución marginalista”. El Congreso del Perú legisla con teorías de antes de 1871.
El Congreso pone en la ley que merece pena de cárcel el que se aprovecha de la mayor demanda por causa de una emergencia.
¿No se supone que los precios suben cuando hay más demanda? El “correcto funcionamiento del mercado” es un estándar que solo el iluminado Congreso peruano conoce.
Más fácil y más transparente sería una norma que dijera: “Ponga los precios que el Congreso estime convenientes; si no, va preso”.
Ahuyentar la inversión, intervenir los mercados. Esta es la consigna del Congreso: destruir la acumulación de capital del país.