Ha sorprendido la intensidad de la campaña mediática del fiscal superior Rafael Vela orientada a que el juez supremo César San Martín se inhiba en el recurso de casación que, a pedido de la defensa de Ollanta Humala y Nadine Heredia, debe establecer si las donaciones de campaña constituyen o no delito de lavado de activos. Evidentemente, lo que teme Vela es que la sala que preside San Martín dictamine lo que los juristas y penalistas más reputados (Luis Pásara, José Ugaz, Carlos Caro, etc.) han venido repitiendo estos años: que las donaciones de campaña no eran delito y que tampoco constituyen lavado de activos.
La desesperación en el equipo Lava Jato es explicable porque quedaría en evidencia que la criminalización de los aportes de campaña fue, en los hechos, un instrumento de persecución política que llevó injusta y abusivamente a la cárcel a Ollanta Humala, Nadine Heredia y Keiko Fujimori, ocasionando no solo el daño moral y personal consecuente, sino la desaparición del Partido Nacionalista y la casi extinción de Fuerza Popular que, en las reciente elecciones subnacionales, apenas ganó en tres municipalidades distritales.
Desde el comienzo se dijo que el equipo Lava Jato debía concentrarse en los casos de sobornos a funcionarios (desde Toledo hasta los viceministros y directores del Ministerio de Transportes, por ejemplo), donde el delito es indubitable, y no en los casos de aportes de campaña que podían ser vergonzosos o constituir una falta administrativa, pero no eran delito. Y donde el pitufeo, que tiene la apariencia de ser un medio para el lavado de activos, en este caso era la manera de sortear los límites puestos por la ONPE.
Pero los fiscales prefirieron concentrar sus fuegos en los aportes de campaña, porque estos casos eran más mediáticos y les permitían convertirse en campeones de la gran lucha contra la corrupción que lideraba –con motivaciones políticas– el entonces presidente Martín Vizcarra, una ola que se convirtió en una cruzada con visos inquisitoriales que llevó a la pira a parte significativa de la clase política. José Domingo Pérez fue el Torquemada mayor.
No solo se cometió el abuso de la prisión preventiva, sino de la aplicación a los partidos políticos de la figura de la “organización criminal”, algo que normalmente solo harían las dictaturas. Luis Pásara critica al respecto a los fiscales: “No parece importar que no sean gentes dedicadas a ejercer el delito ni que hayan cometido delitos una sola vez. Para ellos, cuando hay concertados de cierta importancia se está ante una ‘organización criminal’, lo cual conlleva un efecto mediático de impacto, que parece ser el objetivo perseguido”.
Una consecuencia de estos abusos fue la destrucción del tejido político de nuestra democracia. En el caso de Perú Posible, de Toledo, con razón. Pero no en los otros dos mencionados arriba. Fuerza Popular había sido el único esfuerzo interesante de construcción de un partido de derecha popular en una época en la que los partidos desaparecían o sobrevivían como negocios personales de venta de candidaturas. El estigma de corrupta que tiñó fuertemente a Keiko Fujimori como consecuencia de las dos prisiones preventivas que sufrió no solo contribuyó a su derrota frente a un candidato tan precario como Pedro Castillo, sino que ha llevado a la implosión casi total de Fuerza Popular, como hemos señalado.
El propio Vizcarra aprovechó el antikeikismo potenciado por el equipo Lava Jato –y por los errores que ella también cometió– para construir su popularidad confrontando y hasta disolviendo un Congreso en el que Fuerza Popular era la primera minoría. En general, la justicia plebiscitaria y populista contra los líderes y partidos políticos afectó seriamente la credibilidad en nuestra democracia, influyendo en el resultado electoral del 2021. Ahora, a reconstruir de los escombros, si se puede.