"Ningún país logra 30 años de estabilidad política y crecimiento económico e innegable distribución social (la pobreza bajó del 40% al 10% y la pobreza crítica prácticamente desapareció) con modelos político y económico fallidos". (Foto: EFE/Elvis González)
"Ningún país logra 30 años de estabilidad política y crecimiento económico e innegable distribución social (la pobreza bajó del 40% al 10% y la pobreza crítica prácticamente desapareció) con modelos político y económico fallidos". (Foto: EFE/Elvis González)
/ ELVIS GONZALEZ
Juan Paredes Castro

Contra lo que muchos piensan, el shock de protesta social que vive no revela el fracaso del modelo de libre mercado ni el hundimiento del sistema democrático (ambos, por supuesto, perfectibles) que siguió a la dictadura de Augusto Pinochet.

La manifiesta indignación chilena tiene esencialmente que ver con fallas garrafales de los gobiernos (en número más de izquierda que de derecha) que se han sucedido en 29 años y que en su búsqueda de éxito en crecimiento económico y en disminución radical de la pobreza dejaron muchas zonas de expectativa social defectuosamente atendidas, hoy en día detonantes de la explosión social que vemos.

Se crearon flancos frágiles entre quienes pasaron de la pobreza a la clase media, que creció en 20 puntos porcentuales, y entre quienes pasaron de la pobreza extrema a la pobreza, en un renglón de 10 puntos porcentuales, mientras la ceguera de los gobiernos de izquierda y derecha y las sucesivas burocracias estatales no le permitían ver al moderno Estado Chileno los vacíos sociales y económicos que estaba incubando y descuidando.

Lo que Chile es hoy en términos de avanzado desarrollo en , al punto de estar en la antesala del Primer Mundo (la OCDE), se lo debe a sus modelos político y económico y, por supuesto, a los gobiernos de izquierda con Ricardo Lagos y Michelle Bachelet a la cabeza, y a los de la derecha liderada en dos ocasiones por Sebastián Piñera, con sus respectivos pasivos sobre las espaldas.

Ningún país logra 30 años de estabilidad política y crecimiento económico e innegable distribución social (la pobreza bajó del 40% al 10% y la pobreza crítica prácticamente desapareció) con modelos político y económico fallidos. De allí que a la hora de buscar culpables para las crisis políticas, económicas y sociales en América Latina no debemos buscar en los modelos de mercado abierto ni en los sistemas democráticos, sino en los gobiernos encargados de entenderlos, orientarlos y administrarlos, que no han estado libres –todos estos– de las fallas garrafales que ahora saltan a la vista, ya sea que vengan de Bachelet o de Piñera.

A propósito, el hecho de que los sistemas democráticos y los modelos económicos exitosos en América Latina, como los de Chile, el Perú, Colombia, Uruguay, Brasil y México, se mantengan vigentes y puedan sostener resultados expectantes no oculta el preocupante hecho de que los gobiernos, absorbidos por el poder y sus privilegios, pierden rápidamente el sentido de la realidad y del servicio público y se convierten en presas fáciles de la ineficiencia y de la corrupción.

No culpemos, pues, de los males de América Latina que hoy se reflejan en muchas crisis sociales y políticas a los sistemas democráticos y modelos económicos que han probado, no solo tener éxito, sino hallarse abiertos a cambios y reformas necesarias. Quienes no logran ponerse a la altura de estos sistemas democráticos y modelos económicos de éxito son los gobiernos de turno, cuya capacidad para rehuir responsabilidades y enmascarar sus fallas y deficiencias en las de sus opositores es siempre asombrosa. Más aún en estos tiempos de confrontación política generalizada que vive el mundo, en los que los gobiernos se vuelven incapaces de construir diálogos, acuerdos y consensos por políticas sociales que llevan décadas habitando solo discursos y promesas.

Quizás tengamos en América Latina y sistemas democráticos a los que considerar fallidos. Pero lo que con toda seguridad tenemos y seguiremos teniendo son gobiernos fallidos, mientras en la estructura de estos no opere un cambio drástico hacia el desarrollo de un elevado sentido de servicio, eficiencia y resultados, que deben adquirirse desde el primer momento en el que las administraciones se convierten en una efectiva delegación de poder del ciudadano votante.

Un gobierno fallido no es solo aquel que pierde el sentido de autoridad y el control sobre las cosas que maneja, sino también aquel que pierde el sentido de metas y objetivos de coexistencia social, política y económica en libertad, democracia y justicia.

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