Augusto Townsend Klinge

Hemos estado hablando mucho sobre en estos últimos días. En primer término, por el nuevo pedido de rescate financiero que ha hecho Petro-Perú, que el primer ministro Otárola casualmente se ha apurado en rechazar. Y, luego, por el escándalo generado por la corroboración –inicialmente subrepticia– de que Sedapal dejará sin agua a 22 distritos de la capital, hasta por cuatro días en algunos casos.

¿Qué hacemos con las empresas estatales? ¿Basta cambiar al gerente general o al presidente del directorio –como se acaba de hacer en Sedapal– para confiar en que se ha asumido la lección de aquello que se hizo mal y que en adelante las cosas serán distintas?

Pasa mucho que uno ve este debate reducido a aseveraciones falsas o ridículamente sobresimplificadas, como quienes descartan de plano que pueda haber gente decente y competente gerenciando empresas públicas, que por supuesto la hay, como hay también del otro tipo, los negligentes y éticamente cuestionables que están ahí porque alguien con poder político les hizo un favor. Sugiero enfocarnos no tanto en los perfiles de los directivos de empresas públicas, sino en los incentivos a los que están expuestos y en cómo estos condicionan sus conductas.

Hago una distinción primero entre los casos de Sedapal y Petro-Perú. Lo que hemos visto de Sedapal en estos últimos días pienso que está más relacionado con el hecho de que es un monopolio que al hecho de ser estatal, o que siendo problemática la combinación de ambas cosas, en este caso lo más gravitante es lo primero. Sedapal ha actuado como un monopolista al que le interesa muy poco lo que puedan pensar sus consumidores –aquellos a los que les va a cortar el agua por cuatro días– porque estos no pueden cambiarse de proveedor en respuesta al maltrato de dejarlos sin suministro y encima ni siquiera avisarles con tiempo.

Pero su naturaleza de empresa estatal también entra a tallar, por supuesto. Una empresa en la situación de Sedapal debería vivir atemorizada del costo económico, en términos de multas o sanciones, que debería recaer sobre ella si anuncia que va a cortar el servicio por cuatro días. No porque sea impensable que haya cortes, que siempre los va a haber por fuerza mayor o reparaciones, sino porque la regulación debería hacer que a la empresa “le duela” cada minuto o segundo de interrupción del servicio en perjuicio de sus usuarios. Pero, por ser estatal, le perdonamos demasiadas cosas (ya ni menciono algunas alucinantes como que pueda haber “cargos hereditarios” en su planilla).

Paso a Petro-Perú. Imaginemos un mercado (el de refinación de petróleo) que funciona casi como un duopolio, donde hay una empresa estatal y una privada. Eso estrictamente no debería ocurrir, porque supone una violación flagrante del principio constitucional de subsidiariedad de la actividad empresarial del Estado (podrían competir dos privadas), pero, en fin, pasa. Ese no es un mercado regulado y en teoría hay competencia por precios. ¿Pero cómo se fijan estos?

Digamos que la empresa estatal es muy ineficiente. Tiene una planilla desproporcionada (muchos favores políticos que se han ido dando durante los años) y además acaba de incurrir en una inversión astronómica que tampoco es que vaya a mejorar significativamente sus capacidades de generar ingresos. Está supremamente endeudada y no contaba con que el gobierno de turno le niegue un eventual salvataje. La empresa necesita trasladar ese problema en alguna medida a los precios.

¿Qué incentivos tiene entonces su competidor privado conociendo todo esto? Pues en lugar de competir por precios, va a esperar que la empresa estatal fije el suyo, incorporando esta sus niveles de ineficiencia y deuda, y luego se colocará cómodamente en torno a este precio. La ineficiencia de la empresa pública se torna, así, en un “paraguas” para el precio elevado de la empresa privada, que las favorece a ambas en perjuicio de los intereses de los consumidores.

Lo mismo pasa, si se ponen a pensar, con las regulaciones ambientales aplicables a este sector. Aun cuando hubiese obligaciones establecidas para, digamos, mejorar la calidad de las combustibles, si la empresa privada cree que la estatal no las va a cumplir, pues ella puede relajarse también, porque si el regulador le perdona la vida a la estatal (todo queda en familia), no va a atreverse a sancionar a la privada por el mismo incumplimiento.

No se trata entonces de decir que las empresas estatales son siempre buenas o siempre malas. Lo que hay que mirar –además de si dilapidan los recursos de los contribuyentes– es la enorme cantidad de distorsiones que generan en los mercados cuando operan inconstitucionalmente en mercados en los que hay suficiente oferta privada, y cómo a veces, más allá del argumento simbólico de poder decir que son “nuestras”, ni siquiera es que estén contribuyendo a un objetivo relevante de política pública, sino al contrario.

Augusto Townsend Klinge es fundador de Comité de Lectura y cofundador de Recambio