No son los peores años de la democracia peruana, pero sí unos de los más decadentes desde el regreso de la democracia en el 2001. Normalmente los políticos viven de la popularidad, se esmeran por evitar debacles en las siguientes elecciones, en su cálculo político entra cuánto poder pueden perder en una nueva elección: si perderán alcaldías o gobiernos regionales.
En el Reino Unido, los ‘tories’ le pidieron la dimisión a Liz Truss cuando el Partido Conservador advirtió que mantenerla en el cargo les costaría perder muchísimos escaños en futuras elecciones y anticiparía una derrota más rotunda en el 2024. Lo mismo ocurrió cuando Pedro Sánchez adelantó elecciones en España o cuando Guillermo Lasso decidió activar la muerte cruzada en Ecuador. Los políticos funcionan con el estímulo más sencillo de predecir: el amor o el odio –incluso el temor– que puedan tener de los ciudadanos. Pero en el Perú ya ni eso les mueve. La presidenta, el Congreso y los ministros saben que son impopulares y no parecen estar interesados en reconquistar al ciudadano.
Pero si no quieren reconquistar al ciudadano, ni les mueve la vanidad del político profesional de la que hablaba Max Weber, ¿qué están buscando los actuales inquilinos –aunque más parecen poseedores precarios– de Palacio de Gobierno o del Congreso? Cuando uno escucha las declaraciones disforzadas de la presidenta Boluarte y del primer ministro Otárola, uno palpa que son conscientes de su impopularidad. Saben que los aborrecen, pero están dispuestos a plantarse delante de la cámara e ignorar la tirria, la indiferencia o el desprecio.
Alberto Fujimori buscaba controlar el relato oficial, compró líneas editoriales y sentó a los dueños de medios de comunicación; le interesaba controlar a las masas. Toledo, García y Humala cortaban las cabezas de ministros cuando había un desastre y no les temblaba el pulso si debían cesar a todo un Gabinete para evitar perder algunos puntos de aprobación, incluso si mentían descaradamente les importaba hacer un control de daños lo más profesional posible. El ‘arequipazo’, el ‘baguazo’, Conga, Tía María, entre muchos otros grandes conflictos, fueron manejados tratando de minimizar el costo político.
Todos los Parlamentos han sido impopulares, pero algunos al menos intentaban conquistar el relato público. Había mucha experiencia, pero sobre todo autenticidad en las polémicas entre Mauricio Mulder, Yonhy Lescano y Javier Diez Canseco. Las maratónicas batallas en el Parlamento al menos eran eso, auténticas.
Ahora el Congreso se arremolina, se entrega condecoraciones absurdas, viajan con total desparpajo sin ninguna utilidad para los contribuyentes, develan placas en homenaje donde las letras de los nombres de los homenajeados son más pequeñas que las de los integrantes de la actual Mesa Directiva –como ha pasado con la última placa de homenaje al CCD de 1993–, e igual aguantan sin sonrojarse. No tienen reelección, y hasta eso les resulta mayor estímulo para no rendir cuentas de sus actos ante nadie. Se han convertido en los políticos de la decadencia.
Robert Oppenheimer, protagonista de una de las más recientes películas adictivas de Christopher Nolan, en un discurso ante el Instituto del Talento Científico, sostuvo : “No creemos que ningún grupo de hombres sea lo suficientemente adecuado o sabio como para operar sin escrutinio o sin crítica”. Claro que Oppenheimer no conocía a ese nuevo género de superhombres conocidos como los políticos peruanos de la decadencia, capaces de operar sin importarles ni el escrutinio ni la crítica ni las próximas elecciones ni el calendario ni las denuncias. Los políticos peruanos de la decadencia están más allá del bien y del mal, son los superhombres nietzscheanos de la moral pública. Han cruzado el puente zoroástrico.
Los políticos peruanos de la decadencia han formado una nueva coalición, una que va por intentar tomar el poder en varias instituciones, amenazando incluso a los organismos electorales, fiscales y jueces. Se sienten tan envalentonados que no van a parar, salvo que ese movimiento ciudadano que levantó algo la cabeza el 19 de julio, todavía amorfo, todavía sin cohesión necesaria y variopinto hasta el punto de ser contradictorio en reclamos, comience a mudar y trocar en algo que defienda al ciudadano de convertirnos en una tierra baldía donde no crezca la disidencia. Hay algo peor que la política de la decadencia peruana: la respuesta ciudadana indiferente. Aquella donde los ciudadanos vemos cómo se perpetra el asalto y solo nos enfurecemos y expresamos para nuestros adentros que somos los más insatisfechos con la democracia en América Latina. Porque, más que convertirnos en una dictadura, el riesgo es que despertemos controlados por políticos decadentes que han tomado el control de todo, sin que apenas hayamos puesto resistencia.