Hasta en tiempos de incertidumbre por el COVID-19 y sus efectos catastróficos sobre la economía y el empleo, como ahora, no faltan los tontos útiles del poder, caídos en la trampa de los intereses oscuros.
No es un fenómeno extraño de encontrar en las posturas populistas y estatistas de estos días al interior del Gobierno y el Congreso, en un juego nada incauto que podría causarle graves daños y trastornos, entre otras cosas, al orden fiscal.
Los típicos tontos útiles no son precisamente conscientes de los intereses finales a los que sirven ni están necesariamente al corriente de las influencias o presiones a las que responden.
Suelen ser protagonistas involuntarios de actos que otros promueven con creces.
Hay personas decentes, altruistas, perseguidores de la verdad, como se presentan, por ejemplo, los fiscales Rafael Vela y José Domingo Pérez, en el caso Lava Jato, que podrían terminar siendo, a la postre, sin proponérselo, tontos útiles de la empresa Odebrecht, o ni siquiera de esta, sino del señor Jorge Barata o de cualquier testaferro caído en desgracia, a costa de onerosos desembolsos del Estado Peruano, a nombre de una justicia de escasos resultados en acusaciones y sentencias.
Hay también personas, ni decentes ni altruistas, perseguidores de intereses propios y particulares que nadie sabe cómo pasaron de ser parte de cuadros de campaña electoral a ser parte de cuadros de Gobierno. Sencillamente encontraron a su paso a funcionarios sin duda decentes y altruistas a los que convirtieron en tontos útiles para su propósito de insertarse en la dorada planilla del Estado.
Ministros, viceministros, directores generales y procuradores públicos corren a diario el riesgo de pasar por tontos útiles de decenas de funcionarios “proactivos” y “eficientes” que trafican con concursos y adquisiciones del Estado. No les importa la emergencia sanitaria del momento ni el control concurrente de la contraloría, convertida ahora en el mayor pero insuficiente freno de la corrupción estructural, fuertemente instalada en la esfera del Gobierno Central.
Como cereza en la torta, en el seno del Congreso acaba de presentarse una iniciativa dirigida a declarar de interés nacional un referéndum que abriría el camino a un cambio total de la Constitución. Por el sesgo y la mediocridad de su contenido, la iniciativa podría no ir más lejos, pero cala en el propósito mayor de que, so pretexto de un cambio de Constitución, pueda ponerse fin al modelo económico que durante 30 años le ha dado al país la solvencia financiera que le permite al Gobierno enfrentar la crisis del COVID-19 sin la angustia de tener que hacerlo con la caja fiscal en aprietos.
El hecho de que ocupemos los primeros lugares en el mundo en manejo macroeconómico y los últimos en institucionalidad, o que no entendamos por qué un país como el nuestro de tan sólida solvencia financiera tenga servicios públicos que son un desastre, no quiere decir que tengamos que echar por tierra la Constitución vigente.
Lo que tenemos que cambiar son las raíces y fuentes de las desfasadas pirámides ministeriales, en las que los antros de ineptitud y corrupción han hecho de cada Gobierno, incluido el actual, su mayor tonto útil.
Afinado trabajo adicional el que le espera, por eso mismo, a Nelson Shack, el mandamás de la contraloría: tener que detectar a los tontos útiles del poder, aquellos llevados en andas, con sus firmas y buenos oficios, a los patios traseros del Estado.
También se vienen los tiempos de los tontos útiles electorales. Los que ya se ven tan cerca de Palacio de Gobierno y del Congreso como tan lejos de la realidad. Hay partidos que no saben para quién trabajan, como UPP, que fundó Javier Pérez de Cuéllar.
La ciudadanía, que delega tantos poderes en cada elección, tampoco deja de ser una tonta útil de campeonato, como lo ha sido muchas veces.
Dios quiera, por todo lo que pasa hoy, que no vuelva a serlo nunca más.