“Sabemos que la pobreza del poeta en los inicios de su estancia parisina lo hacía buscar refugio en los vagones de los metros, donde se quedaba hasta la hora del cierre”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Sabemos que la pobreza del poeta en los inicios de su estancia parisina lo hacía buscar refugio en los vagones de los metros, donde se quedaba hasta la hora del cierre”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Alonso Cueto

Lo seguiremos leyendo, lo seguiremos celebrando, nos seguiremos asombrando con sus versos. Uno se pregunta con frecuencia cómo fue posible una imaginación como la suya. A diferencia de otros grandes poetas de su tiempo (Borges, Neruda, Paz), murió joven (acababa de cumplir 46 años) y sin fama, con una obra en parte inédita. Al momento de su muerte, había escrito muchas obras maestras que pocos habían leído. Mientras otros poetas exploraron el idioma hasta sus límites, Vallejo creó otro idioma. Escribió versos como “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos pura yema infantil innumerable, madre”. Escribió “Ya no más he de ser lo que siempre he de ser”. Uno de los grandes ejemplos de su revolución en la poesía es “Trilce”, que pronto cumple un siglo.

No es casual que el interés por Vallejo siga aumentando. En años recientes, la biografía de Stephen Hart (“César Vallejo: una biografía literaria”) y la novela de Eduardo González Viaña (“Vallejo en los infiernos”) se han sumado a otros libros como el “Monsieur Pain” de , que cuenta los últimos días de su vida.

La alusión al sufrimiento que se desprende de estos títulos reaparece en “El hombre más triste”, que acaba de publicar , con edición de Leila Guerriero, para Ediciones Diego Portales de Chile. El libro, que le tomó siete años a su autor, no es una biografía, sino un perfil del personaje, matizado por el relato de la búsqueda de testimonios. Titinger recoge con lujo de detalles algunos hitos biográficos: los abuelos sacerdotes españoles, la temprana vocación religiosa, la densidad de la vida familiar, las idas y vueltas a Trujillo, el viaje a Lima, la llegada a París en 1923 y su muerte el Viernes Santo de 1938.

Sabemos que la pobreza del poeta en los inicios de su estancia parisina lo hacía buscar refugio en los vagones de los metros, donde se quedaba hasta la hora del cierre. De esos años, Titinger cita a Elena Garro en “Los recuerdos del porvenir”: “Él se dio cuenta de cómo lo miraba y me echó un brazo al cuello […]. A su contacto, me invadió una corriente de bondad que no he vuelto a sentir”. La percepción de la bondad, unida a la de la tristeza crónica (según testimonios, Vallejo era capaz de estallar en llanto con facilidad), encuentra distintas versiones en el libro. En una de ellas, se cuenta que Picasso entró con Rafael Alberti a un café en París y ahí vio sentado a Vallejo. “Vámonos, que este es muy triste y nos arruina la tarde”, comentó. Sin embargo, poco después de la muerte de Vallejo, Juan Larrea le llevó a Picasso “La rueda del hambriento” y “España, aparta de mí este cáliz”. Al leerlos, Picasso exclamó: “A este poeta sí le hago un dibujo”. Poco antes se había negado a retratar a García Lorca: “Que se lo haga Salvador Dalí”.

Titinger se pregunta con frecuencia sobre la causa de la muerte del poeta. El libro incluye una serie de interesantes reuniones con el doctor Gotuzzo. También son llamativas las charlas con , a quien Georgette Philippart le regaló un manojo de pelos del poeta. Titinger hace un perfil paralelo de Georgette, que tuvo un rol protagónico para la disciplina del escritor. En la lápida de Montparnasse, hay una frase suya: “He nevado tanto para que duermas”. El libro de Titinger enriquece los vibrantes enigmas de una vida, con provecho para cualquier lector. Al terminarlo, pensamos que nunca conoceremos del todo a este gran poeta y que esa es la razón de su grandeza.