(Ilustración: Raúl Rodriguez)
(Ilustración: Raúl Rodriguez)
Juan Paredes Castro

El mal histórico con mayor arraigo en el Perú no es la corrupción, sino aquella vieja artimaña llamada “lucha anticorrupción” que, precisamente, hace que la corrupción no pueda ser extirpada.

Es más, en sus fines últimos resulta tan gaseosa e ineficaz, y tan falsa y corrupta, como la prédica gansteril de “manos limpias”.

Pero su uso tramposo de larga data le ha dado a la “lucha anticorrupción” la fama de torcer voluntades políticas y conquistar adhesiones y grandes bolsones de votos entre ciudadanos precisamente indignados por la corrupción.

Esto ha hecho posible que el Congreso de hoy, producto de la disolución del anterior, sea lo que es, y que Martín Vizcarra, gestor de este desacreditado poder del Estado, sea también lo que es: responsable de una polarización política que ha sumido al país en el desgobierno a nombre, una vez más, de una “lucha anticorrupción” fraudulenta.

Entra tantas afirmaciones luego negadas, entre tantas negaciones luego afirmadas y entre tantas decisiones, como el cierre inconstitucional del Congreso, tomadas en la línea delgada entre la legalidad y la ilegalidad, Vizcarra se ha instalado en la larga fila de los antihéroes de la mentira, todos ellos grandes sostenes de la falsa “lucha anticorrupción”.

Si queremos claridad en la cláusula sobre la vacancia presidencial, ¿acaso no podría ser la “incapacidad moral permanente” un sinónimo de la “capacidad de mentirle al país permanentemente”?

Pongamos en un plato de la balanza las mentiras reales de Vizcarra y, en el otro, sus investigaciones fiscales. Quizás a la moral del país le importe más el primer plato que el segundo.

Ahora mismo tenemos al expresidente Vizcarra con los pies en tres escenarios contrapuestos: el de la fracasada “lucha anticorrupción”, de la que es su más emblemático cruzado; el de la corrupción pura y neta, referida a las investigaciones fiscales que enfrenta; y el de la calle, desde donde pelea por su reposición en el cargo luego de que, democráticamente, acatara su vacancia, sin que mediara rechazo o denuncia sobre esta por ser ilegal o ilegítima, y como si, en el fondo, hubiera deseado que así fuera para victimizarse.

Desde el llamado a la “honestidad” de Alberto Fujimori en 1990 hasta la desafiante advertencia de “no me van a doblegar” de Vizcarra (vicepresidente convertido en presidente tras la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski), los peruanos hemos visto extinguirse las esperanzas de una real y efectiva “lucha anticorrupción” que, lejos de ser un instrumento populista para sostener a un mandatario autócrata en el poder, debiera expresar la voluntad política de consenso para materializarse seriamente.

Otra cosa sería el país si Vizcarra, en lugar de llevarlo histéricamente a la polarización, lo hubiera unido en torno a objetivos superiores, por lo menos a uno suficientemente consensuado.

Cero respeto hacia el otro. Cero tentativa de diálogo sincero. Cero renuncia al odio y a la animadversión. Cero acuerdos mínimos. Cero políticas de largo plazo. Cero proyectos por convertirnos en una República viable.

Eso sí, tuvimos una persecutoria “lucha anticorrupción” caiga quien caiga (menos sus promotores) y una “reforma política” sin consenso, le duela al que le duela, impuesta desde arriba y por referéndum.

Si la decepción y la indignación frente a la clase política son sentimientos crecientes e intensos en todo el país, como lo demuestran las manifestaciones de los últimos días, lo son, sin duda, mucho más entre aquellos sectores directa y cercanamente afectados por los grandes predicadores de la “lucha anticorrupción”, como Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y el propio Martín Vizcarra, a los que les confiaron su voto, apoyo y lealtad, para luego, en no pocos casos, tener que guardar una distancia vergonzosa o un silencio hipócrita.

Para estos engañados cruzados anticorrupción, los sobornos de Odebrecht a Toledo fueron tan traumáticos que juraron que no estarían solos en el entierro político del “Cholo sagrado”. Hicieron lo imposible, al altísimo costo de garantizar la impunidad para Odebrecht y con Vizcarra a la cabeza, para que esta empresa pusiera a los demás líderes políticos en el mismo cortejo, aunque sus imputaciones fueran distintas. Para colmo, estos mismos cruzados tropezaron tiempo después, estrepitosamente, con las investigaciones por corrupción contra Vizcarra. ¡Quién lo podría creer! Como tampoco les fue difícil creer que las “manos limpias” de Susana Villarán, exalcaldesa de Lima, acabarían manchadas por el “No a la revocatoria”.

Existe en el mal de la “lucha anticorrupción” tal cinismo, vileza y doble estándar, que puede llegar a construir figuras políticas increíblemente inmaculadas para cierta comunidad ideológica del país.

Es el caso del expresidente Vizcarra, cuya destitución por “incapacidad moral permanente” genera masivas protestas en las calles y hasta forzadas tesis jurídicas constitucionales para restituirlo en el cargo, mientras la justicia declara fundado su impedimento de salida del país y la fiscalía que lo investiga no descarta presentar un pedido de prisión preventiva.

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