Patricia del Río


El sonido que hace un auto cuando choca contra otro es metálico. Chirrioso, la lata cruje, los vidrios explotan. El que hace cuando golpea un cuerpo es seco, sordo. Anuncia muerte más que destrucción, inevitabilidad más que miedo. A Muñeca una camioneta le pasó por encima, las llantas de adelante se la tragaron y la expulsaron las de atrás con el cuerpo desnudo de perra peruana bañado en sangre. Su aullido de animal que no entiende, pero siente, atravesó la noche y nos heló el cuerpo a quienes no pudimos hacer nada por protegerla. El que le pasó por encima no tuvo la culpa, imposible ver a un animalito que cruza como un bólido tratando de alcanzar un gato; de lo que sí es responsable es de la insania de golpear a un ser vivo con esa contundencia y no detenerse a ver qué ocurrió.

Cadera rota, mandíbula fracturada, pérdida de un ojo, contusión cerebral severa. La decisión de dormirla llegaría si nos enfrentábamos a un daño irreversible, si le esperaba una vida de sufrimiento o si ella dejaba de . En tres semanas pasó de no poder sostener su cabeza a comer por sí sola, a dar sus primeros pasos, a reconocernos y reconocerse. Hoy camina, mueve la cola, defiende su comida y, si bien todavía tiene pinta de superviviente de un ataque nuclear, ya sabemos que va a estar bien. La veo echada a mi lado, respirando con confianza y no puedo dejar de pensar que los animales ofrecen mejores lecciones de lucha y supervivencia que los seres humanos. La he oído quejarse, aullar, literalmente llorar y, al mismo tiempo, pararse, arrastrar sus patas golpeadas, buscar cariño con la media mirada que le dejó el accidente.

La veo y no puedo evitar preguntarme en qué momento nos rendimos nosotros. ¿Cuándo dejamos de luchar por un más próspero? ¿Por un mejor, aunque parezca imposible? A nosotros también nos ha pasado un carro por encima, un carro cargado de corrupción, de mediocridad, de gente que no se detiene a ver qué daño está dejando cuando decide atropellar al otro. Nos han tragado las ruedas de la indiferencia y nos han arrojado en la cara una niñez fracturada por la anemia, una población dislocada por la pobreza, una sociedad cada vez más violenta.

Después de la pandemia del COVID-19, hemos vuelto a los niveles de pobreza alarmantes, con casi diez millones de peruanos en esa condición. Después de la pandemia, el 42,4% de nuestros niños de entre 6 y 36 meses tiene anemia, y en zonas rurales esta cifra llega al 50%. Después de la pandemia, se nos ha muerto más gente de dengue que en cualquier otro país del mundo y las cifras de Guillain-Barré también son escandalosamente altas. Después de la pandemia, hemos pagado caro el ser un país que se dejó encandilar por cimientos económicos frívolos que no sirvieron para invertir en salud, construir más carreteras, dotar a las escuelas de tecnología, capacitar a policías para ejercer la autoridad sin matar.

Nos creíamos fuertes, pero al primer inconveniente regresamos a nuestra calidad de promesa siempre incumplida y posibilidad siempre desperdiciada. Y, a diferencia de Muñeca, a la que ningún diagnóstico pudo tumbar, a nosotros las ganas de buscar salir de este embrollo se nos agotaron. Se organizan marchas a las que cada quien va con un propósito distinto. Se intenta alzar la voz contra abusos y arbitrariedades y te mandan a callar con bala, con amenaza y con amedrentamiento porque el laberinto no es bueno para la inversión. Hay una desesperación por difundir la idea de que, si nadie se queja, volveremos a ser lo que éramos antes. Como si no tuviéramos ya bastante evidencia de que esa falsa prosperidad, ese crecimiento selectivo, no ha sido más que un espejismo contra el que hemos terminado estampados.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Patricia del Río es periodista