(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Carmen McEvoy

El Perú es un país trágico, dicen algunos. La cuna de civilizaciones milenarias –que dio al mundo desde la papa hasta el oro que capitalizó a Europa Occidental– ha sido descrita como la república de las oportunidades pérdidas. En una suerte de eterno retorno, la “prosperidad falaz” usualmente concluye en una estrepitosa bancarrota fiscal. Y, lo peor de todo, termina en el “ajuste” para los ausentes de la “danza de los millones”.

Todo ello está tan bien caracterizado en esos fastuosos festines (¿quién no recuerda las pachangas ofrecidas en el siglo XIX por Henry Meiggs?) que precedieron a la derrota peruana frente a Chile. Luego de ella llegó la terrible ocupación, con la bandera chilena flameando en Palacio de Gobierno y, al poco tiempo, la enfermedad del olvido. Porque al igual que en la saga macondiana de García Márquez, los peruanos sufrimos de un mal endémico que elimina sistemáticamente todos los recuerdos, incluso los más amables. Esta tendencia, que habría que explicar y analizar en detalle, ha permitido replicar, con increíble exactitud, los ciclos de auge y crisis a lo largo del siglo XX y buena parte del XXI.

De esa sociedad atrapada en un comportamiento atávico, que le impide concretar su destino de grandeza, surgen individualidades brillantes, casi siempre condenadas a una vida trágica. Una de ellas fue , cuya trayectoria ha sido llevada al teatro con guion de Eduardo Adrianzén y la dirección de Rómulo Assereto.

Como gran admiradora de la Morena de Oro del Perú, asistí a una de las funciones de “Sin decirte adiós” en el teatro La Plaza y quedé fascinada por una dramaturgia capaz de sintetizar en un par de horas las “reglas” del juego injusto que aún nos agobia. En efecto, una serie de lacras históricas –el racismo, el sexismo, la pobreza y la violencia– son hoy enfrentadas, a punta de voluntad y talento, por peruanos que, como en el caso de Lucha, siguen acorralados dentro de una estructura sumamente compleja y difícil de cambiar.

Para los que tal vez no lo recuerdan, Lucila Justina Sarcines Reyes, el nombre real de Lucha Reyes, vino al mundo un 19 de julio de 1936 en el distrito del Rímac. Huérfana a los 6 años y parte de una prole de 15 hermanos, la niña fue obligada a trabajar para ganarse unas monedas que le permitieran sobrevivir en una Lima ensimismada y distante. Vendiendo diarios y loterías, la futura cantante recorría la ciudad capital desde muy joven y, en medio de interminables jornadas, su casa del Callao ardió en llamas, llevándose un puñado de recuerdos, como el abuso de su padrastro, que quizás era mejor dejar atrás.

A los 16 años, y probablemente buscando el hogar y el cariño que nunca tuvo, Lucha, que a duras penas sobrevivía lavando ropa y cocinando, se casó con un policía maltratador que descargaba su violencia contenida contra ella. Los abusos posteriores, detallados puntualmente en la formidable narrativa de Adrianzén, establecen el patrón perverso que irá minando su cuerpo y su espíritu.

En un mundo adverso –por decir lo menos– su voz fue el don que le permitió brillar y trascender un destino marcado por su raza, su género y su estatus social. Luego de años difíciles, el triunfo llegaría finalmente a la vida de una luchadora pertinaz. Sin embargo, su cuerpo maltratado por las desgracias y el trabajo arduo le pasó la factura, y un 31 de octubre de 1973, camino a una misa de la sociedad de autores a propósito del Día de la Canción Criolla, falleció de un paro cardíaco. Luego de 37 años su corazón roto y remendado con retazos de su arte incomparable dejó de palpitar.

En un país carente de memoria pero lleno de signos cuasi mágicos que lo compensan con creces, el nombre de nuestra cantante más recordada quedará asociado al Día de la Canción Criolla. Donde cada año se le celebra con “Mi última canción” –la preciosa composición que Pedro Pacheco escribió para ella– que expresa la nobleza y altura de miras de una mujer quebrada pero nunca derrotada. “No habrá resentimiento aquí en mi pobre alma. Ninguna mueca triste solo habrá sonrisas en mi corazón”, dice la letra.

El negacionismo que está tomando por asalto a nuestra sociedad se sostiene, probablemente, en una decepción generalizada. “Hagamos de cuenta que nunca nos vimos. El tiempo perdido que pase al olvido. Jamás lamentemos de nuestro destino”, cantaba Lucha en el poderoso vals de la guardia vieja que cierra con broche de oro la brillante propuesta escénica de Adrianzén. Pero la opción por el olvido, a la que hace referencia la diva rimense en muchos de sus valses, responde también a un plan fríamente calculado cuyo objetivo es borrar las huellas –muchas veces dolorosas– de nuestro pasado. Que si las asumimos de frente nos permitirán rectificar y empezar de nuevo con el conocimiento previamente acumulado. Así, la vida y el talento, como el de Lucha y de tantos otros peruanos notables, no se verá truncado un día sí y el otro también.

Todo mi apoyo a José Carlos Agüero, gran historiador y mejor persona.