"Fue en este hermoso distrito chalaco –resguardado por la milenaria isla San Lorenzo– donde crecí rodeada del mar de Grau y del amor de mi familia y amigos".
"Fue en este hermoso distrito chalaco –resguardado por la milenaria isla San Lorenzo– donde crecí rodeada del mar de Grau y del amor de mi familia y amigos".
Carmen McEvoy

“La ciudad más hermosa que conozco es Claw, a orillas del Nagold, una ciudad suaba, pequeñita, antigua, de la Selva Negra”, escribió Hermann Hesse en el mismo año en el que culminaba la Primera Guerra Mundial. En una pieza cargada de nostalgia, el autor de “El lobo estepario” nos invitó a pasear por el Claw de “las panaderías y sus artículos, los carniceros y sus perros, los árboles y encima de ellos, las mariquitas de mayo y los pájaros y los nidos”. Luego de hacernos la travesía de rigor, Hesse subrayó que no era necesario describir la belleza del lugar donde creció, ya que este vivía en “casi todos los libros que escribió”. Porque a pesar del tiempo transcurrido él sentía “profundamente y con una extraña emoción todo lo hermoso y singular” que fue la experiencia de haber tenido “alguna vez una patria”, reconociendo el inmenso privilegio de “haber estado ligado” a “un determinado lugar de la tierra, como el árbol a sus raíces y vida, está ligado” a un espacio en particular.

La mayoría de nosotros tenemos una lista de lugares entrañables que despiertan un sentido de identidad y pertenencia. En mi caso tengo al menos tres “lugares de la memoria”, como los llama Pierre Nora. El primero de ellos es, sin lugar a dudas, La Punta. Fue en este hermoso distrito chalaco –resguardado por la milenaria isla San Lorenzo– donde crecí rodeada del mar de Grau y del amor de mi familia y amigos. Por su peculiar geografía, La Punta ha logrado mantener un estilo arquitectónico que, aunque ecléctico, exhibe una armonía que impresiona en estos tiempos de destrucción sistemática del pasado y sus espacios paradigmáticos; pienso, por ejemplo, en la amenaza real que hoy pende sobre Chinchero enclavado en el Valle Sagrado de los Incas.

No es el caso de La Punta, que como una suerte de ámbar gigantesco ha capturado casi todo su historial en una instantánea fotográfica. Desde el mítico recuerdo de los Pitipiti –reinventado en las chalanas de sus pescadores artesanales– hasta el Art Noveau de sus años de gloria, para concluir en un presente mesocrático donde una serie de nuevos edificios ya empiezan a aparecer en las calles que llevan los nombres de los héroes de la Guerra del Pacífico. Hablando de ese difícil balance entre tradición y modernidad, Dublín es otra ciudad fascinante que, con sus miles de gaviotas recorriéndola y su lluvia pertinaz, me evoca momentos inolvidables. Fundada hacia el 700 por los vikingos, la capital irlandesa es una metrópoli moderna y pujante que no ha perdido su conexión con un pasado que aún vive para modelar su presente. No hay que olvidar que el levantamiento de Pascua (Easter Rising) se peleó en cada una de las calles dublinesas que tuve el gran privilegio de recorrer junto con mi esposo, hijos, nietas y mi hermana Gabriela. Hace muy poco recordamos con ella a mi padre (un nieto de la diáspora irlandesa) mientras caminábamos por un Stephens Green verde y esplendoroso.

En Sewanee vivo hace casi 25 años con algunos intervalos que me permiten apreciarlo y quererlo cada vez más. Ubicado en una montaña que alguna vez fue coto de caza de los extraordinarios cherokees, la historia del lugar donde concebí y escribí casi todos mis libros está ligada a la reconstrucción del sur, luego de la guerra civil, donde la confederación –esclavista y segregacionista– fue derrotada estrepitosamente. En Sewanee obtuve mi primer trabajo luego de graduarme, en San Diego, California, compré mi primera casa, se casaron mis hijos y bautizamos a Juliana, mi primera nieta. En el “bosque encantado” de Sewanee aprendí a valorar el poder de la naturaleza, del silencio y del anonimato, de la vida simple y sencilla y de su efecto terapéutico en la mente de los seres humanos. Fue de la montaña roja desde donde partí con profunda pena pero con gran ilusión para servir al Perú en Irlanda y reencontrarme con la patria de mis ancestros. Y a mi pequeño pueblito –que cuenta la leyenda está habitado por ángeles– regresé luego de una experiencia transformadora que algún día contaré. Para mí fue un verdadero privilegio ser testigo presencial de la poco conocida construcción del Estado republicano hacia afuera y del accionar de sus vanguardias en sus extramuros.

En un mundo regido por la violencia, la mentira y la lucha a muerte por el poder es bueno reflexionar sobre los espacios, públicos y privados, que nos nutren de recuerdos pero, sobre todo, que nos dotan de identidad y sentido de pertenencia. Es en este anclaje que es físico pero también espiritual donde reside la estabilidad (paz mental) que se necesita para bregar con el paroxismo cotidiano y la ambición ilimitada que marca nuestro siglo. Dentro de este contexto la cruzada por preservar la belleza e integridad de Chinchero –hoy amenazado por una loca carrera “hacia el progreso”– adquiere el mayor de los sentidos. Porque si le prestamos atención a las palabras del profesor Heaney, en Chinchero vive “la gente cuyas voces vibran en una vieja iglesia que parece más vieja de lo que es; el palacio inca debajo de la iglesia, una durmiente montaña; la ciudad y las terrazas que la rodean; los hermosos prados, creados y mantenidos por los pobladores de Chinchero a lo largo de los siglos…”. Un espacio mágico que, tanto o más que el Claw de Hesse, no perdió su alma a pesar de una infinidad de intentos por arrebatársela. Así como tampoco la quieren perder los millones de peruanos que anhelan un Perú noble y bueno en medio de un tsunami de codicia y violencia en verdad insoportable.