Aunque suene contraintuitivo, la reforma política es una práctica bastante común en América Latina. Las élites políticas –empujadas por diversos motivos e intereses– han practicado reformas (y contrarreformas) de los marcos que regulan la práctica política con bastante ímpetu. Tenemos reformas para todos los gustos: las autoritarias (Venezuela del chavismo, Ecuador de Correa), las “permanentes” (un colega colombiano me indica que en su país “la reforma es un deporte nacional”), las voluntariosas (Chile quiere hacer una reforma, pero no sabe muy bien para qué).
El problema yace en que en este amplio universo de reformas, los buenos ejemplos son excepcionales. Lo más frecuente es la reforma fallida, la contraproducente, la inocua –en el mejor de los casos–. Mire usted a cualquier país latinoamericano: remedos reeleccionistas en los países “bolivarianos”, compra de votos y poderes ilegales en la política cotidiana de Colombia y México, baja participación electoral en Chile.
Por eso considero pertinente abandonar el ideal de los ‘best practices’. Como estos son extraños, lo más probable es que se deban a factores idiosincráticos difíciles de replicar. Así, los buenos ejemplos no resultan de utilidad. Propongo un cambio metodológico para el análisis y provecho del reformismo en perspectiva comparada: aprendamos de los errores sistemáticos, de la metida de pata ajena, del mal ejemplo del país amigo. En ese sentido, efectivamente, vale la pena revisar las reformas ajenas en tanto expresión de errores que no podemos darnos el lujo de repetir.
Para la reforma política no hay recetas (como sí la hubo en materia económica con las reformas de ajuste). No existen fórmulas comprobadas de diseños institucionales que nos aseguren que solucionarán los problemas asociados a crisis de representación, personalismo, debilidad partidaria e ilegalidad. Quien diga que tiene la propuesta adecuada, simplemente, está engañando. Ello tiene que ver con el relativismo de cómo funcionan los incentivos institucionales. Mientras que en el Perú un gran sector está a favor de la eliminación del voto preferencial con el objetivo de “fortalecer a los partidos”, en Colombia esa misma medida –practicada voluntariamente por el uribismo– tuvo un resultado contrario: reforzó el caudillismo. Mientras que en Chile quieren elegir directamente a los intendentes regionales para democratizar la representación política, en el Perú las elecciones subnacionales han debilitado aún más a los partidos nacionales. Ejemplos sobran. Las reformas no “viajan” con los mismos resultados en todos los países.
Pero ya que existe una “reformología internacional” disponible –creación burocrática de la cooperación para el desarrollo sin frutos elogiables–, propongo un ejercicio metodológico para empezar a construir el “modelo peruano”: poner a prueba los sentidos comunes de los “reformólogos” locales (lista parlamentaria abierta, distrito uninominal, bicamericalidad, vallas electorales, etc.) frente a los malos ejemplos que abundan en América Latina. Si usted, hermano latinoamericano, nos explica las torpezas de las muchas reformas que propició en su país (Colombia es un caso prolífico con las reformas de 1991, 2003, 2009, 2011 y la actual), sea bienvenido. Si trae una fórmula salvadora, lo sentimos pero no le creemos.