Juan Paredes Castro (@JuanParedesCast)
Editor central de Política
Los peruanos esperábamos que el Congreso y el Gobierno dejaran pasar la corrupción y la criminalidad en Áncash, como habían dejado que el radicalismo espantara las inversiones en Cajamarca.
Esa sensación de impunidad nos ha acompañado desde Conga, allí donde vimos rendirse al Estado de manera vergonzosa.
Las poderosas administraciones regionales de César Álvarez y de Gregorio Santos habían demostrado que ni el Congreso ni el Gobierno podían ejercer autoridad alguna sobre ellas. Y era tan cierto esto que el poder gubernamental y el Poder Legislativo del país habían cedido de antemano sus prerrogativas a esos poderes regionales y a otros.
Todos hemos tenido a las regiones como causas perdidas en manos de señores feudales. Más de una vez hemos tenido que imaginar al presidente Ollanta Humala viviendo la frustración de no poder mandar sobre ningún presidente regional. Podía convocarlos a palacio para una fotografía o para un discurso en el Acuerdo Nacional. Y nada más.
Pobre carácter unitario del Estado Peruano. Nos da la impresión de ser un Estado federado, sin serlo. Nos apena verlo retaceado entre los intereses de caciques locales que no ven más allá de sus linderos y los apetitos económicos y financieros que el canon minero ha elevado a la quinta potencia, despertando ambiciones y codicias inclusive homicidas.
Álvarez y Santos pueden controlar cada tuerca y tornillo de Áncash y Cajamarca. El Gobierno y el Congreso no pueden hacer más de lo que mínimamente han hecho hasta hoy: congelar las cuentas que manejaba Álvarez e impulsar una investigación parlamentaria. Podrían hacer más y llegar lejos, pero no hay nada que legal e institucionalmente los ayude a cambiar drásticamente la situación en ambas regiones y a imponer orden y autoridad en todas las demás.
La intervención política, económica y financiera en la presidencia de César Álvarez en Áncash representa pues un primer paso sin duda duro y en seco, pero también un manotazo de ahogado para un gobierno que dejó demasiadas riendas sueltas en manos de las regiones y que no tiene posibilidad de recuperarlas fácilmente, en la medida que el Congreso no le brinde al Ejecutivo y no se brinde a sí mismo las herramientas legislativas para reconducir el proceso de regionalización hacia otros estándares de desarrollo y resultados.
Ojalá que el Gobierno y el Congreso no quieran quedarse en este manotazo de ahogado contra la administración de Alvarez, y quieran de verdad recuperar el oxígeno que la regionalización les ha quitado en la última década.
Quizás el Gobierno y el Congreso vean en la situación presente de criminalidad y corrupción en Áncash, la necesidad de construir la autoridad perdida del Gobierno Central sobre los gobiernos regionales; la necesidad de promover un cambio drástico en la legislación que ponga fin, entre otras cosas, al perverso sistema de reelección que cruza todos los cargos locales, deteriorándolos y envileciéndolos; y la necesidad de que los presupuestos regionales tengan la garantía de ser debidamente gestionados y controlados, hasta el último centavo.