Josefina Miró Quesada

Ya son casi diez meses desde que María Benito pidió a que la desconecten. No pidió que le apliquen una eutanasia (inyección que causa deliberadamente la muerte). Solo hizo valer su derecho a rechazar un tratamiento médico, en este caso, el ventilador que la mantiene artificialmente con vida, y a que se le aplique una sedación. Pidió que se cumpla la ley: nadie puede ser obligado a recibir o continuar un tratamiento médico que no desea (artículos 4 y 15 de la Ley General de Salud). Esto tiene más sentido cuando el tratamiento no solo no ‘trata’, sino prolonga múltiples sufrimientos. María viene sufriendo desde hace mucho tiempo. Tiene una enfermedad (esclerosis lateral amiotrófica) en etapa avanzada, que la ha inmovilizado totalmente, y puede comunicarse únicamente con sus ojos. Sus sufrimientos no son solo físicos, sino psíquicos y emocionales; los mismos que se vieron acentuados cuando Essalud le dijo a María que no respetaría su decisión. La Defensoría del Pueblo intervino para hacerles recular en esa posición que vulneraba los derechos de María, y, aun así, fue en vano.

Como la tortura seguía día a día, María no tuvo otra opción que demandar a Essalud. Presentó un hábeas corpus porque la negativa de respetar su decisión no solo atentaba contra su libertad (el único espacio de libertad que le queda es el de decidir por sí misma), sino contra su integridad personal y otros derechos. Esta vía debía ser célere, eficaz y rápida. La primera jueza a la que le llegó el recurso era la misma que se “abstuvo por decoro” de ejecutar el fallo de una muerte digna de Ana Estrada porque creía que “la vida era un derecho irrenunciable”. Por falta de imparcialidad, le pedimos que se aparte y lo hizo. La segunda jueza que vio el caso nunca se preocupó por conocer a María, pese a ser una persona con discapacidad física severa. Le pedimos dos veces que vaya a visitarla. La condición de discapacidad debía recibir un trato prioritario. No lo tuvo. La falta de imparcialidad también se dejó entrever cuando, en juicio, la imagen institucional del juzgado fue en todo momento la de Jesucristo (¿aló, Estado laico?). Por eso, no nos sorprendió que, en primera instancia, la jueza declarara el recurso improcedente bajo el equívoco argumento de que este solo procede para privaciones físicas de la libertad. ¿Y qué pasa cuando la persona no puede moverse? En ninguna línea del fallo mencionó que María era una persona con discapacidad física severa que rogaba que dejaran de reemplazar su voluntad y la dejen decidir sobre su propia vida.

María apeló el fallo en octubre y el recurso se elevó a la Tercera Sala Constitucional. El 6 de noviembre hubo vista de la causa. María tuvo que escuchar otra vez los alegatos de Essalud, que desconocían su autonomía y la trataban como una persona incapaz. Dicha entidad dice equívocamente que esta es una eutanasia. No lo es, porque la eutanasia solo puede ser un procedimiento activo y deliberado. Cualquier experto en bioética podría desmentirlos. Pero ellos insisten en su ignorancia. María solo pide que retiren las medidas de soporte vital para que la muerte llegue luego de manera natural. Es su forma de evitar los sufrimientos que ya no puede soportar, siendo esta también una forma de ejercer su derecho a una muerte digna, que se basa en reconocer la dignidad y autonomía de todo ser humano de controlar su propio proceso de muerte. ¿Por qué le tenemos tanto miedo a ello? La muerte es parte de la vida y nadie puede rehuir de ella. No podemos evitarla, pero sí decidir cómo transitar hacia ella: ¿en agonía o en paz?

Essalud actúa como si la muerte, no la enfermedad, fuera el enemigo a atacar. En su obsesión desmedida por conservar la vida, obvia que esta no está constituida solo por biología, sino biografía. Obvia la dignidad y autonomía de María, y se aprovecha de que no puede moverse para defenderla. Si su cuerpo tuviera la fuerza de sus convicciones, ella misma cortaría sus propias ataduras, pero no la tiene. Para eso está el derecho. Quiero creer que la justicia aún existe. Pero estamos jugando contra el tiempo. La sala debía resolver la apelación en cinco días hábiles y han pasado más de dos meses. María, en ese tiempo, ya perdió la posibilidad de comunicarse con el sistema de seguimiento visual que usaba. ¿Cuánto más se debería prolongar el sufrimiento?

*La autora lidera la defensa legal de María Benito.

Josefina Miró Quesada Periodista y abogada