Mario Vargas Llosa no necesita defensores, pero quizá merezca gestos menos anodinos de sus detractores que peregrinan –religiosamente– por miríadas y en estampidas a través de las redes sociales, pendientes de alguna opinión suya, desbocada e hiriente, no solo ya para insultarlo, sino para caricaturizarlo bajo el amparo de la corrección política. Vargas Llosa es –aunque a muchos les vengan las arcadas al admitirlo– un peruano universal, y peruanos universales hay poquísimos y más escasos si se trata de esa gigantesca estatura estética y que hayan cosechado tal reconocimiento en vida. Pero, a veces, su sola mención en una sobremesa puede estropear una tarde.
No basta que haya ingresado a la Academia Francesa hace unos días –siendo el único escritor cuya obra no está en francés–, no basta que tenga el Cervantes ni que la Academia Sueca haya recompensado décadas de disciplinado trabajo con un premio esquivo para muchos gigantes. No basta. En un país donde el antifujimorismo se erige como el mayor odio compartido, no está menos difundido entre algunas de nuestras élites intelectuales el antivargasllosismo. Un país en el que la pertenencia a una tribu está más afianzada en la antipatía colectiva es un país destinado al naufragio. El Perú es un país náufrago.
La antipatía paraliza e inmoviliza la razón, impide la polémica, resuelve la discusión desde la cancelación inmediata. Muchas veces, cuando el nombre de Vargas Llosa aparece en un artículo o en una entrevista, algunos ya lo abandonan. No interesa qué haya dicho. Muchos estudiantes lo han odiado incluso antes de leerlo, víctimas de las reticencias de sus profesores. No están dispuestos a darle una oportunidad ni siquiera a la historia de Antônio Conselheiro ni a la rebelión de Canudos. Cada vez que Vargas Llosa opina sobre un asunto polémico –que usualmente suele hacer con más frecuencia–, emerge desde la esquina donde siempre estuvo esperando, repantigado y cabizbajo, el viejo puritanismo peruano, esa mezcla de cucufatería e insoportable levedad del ser que habita en muchos de nuestros intelectuales, estudiantes y periodistas. Ese puritanismo ahora juzga en 280 caracteres, lanzando sus invectivas. A veces asoma desde el anonimato, a veces desde el púlpito, otras desde las tiendas más secularistas; todas, inobjetablemente, condenatorias.
Los puritanos de la corrección política son los nuevos inquisidores. Como lo recordaba Anne Applebaum, haciendo mención a la novela inmortal de Nathaniel Hawthorne, “las letras escarlatas son cosa del pasado, solo que, por supuesto, no son cosa del pasado”. Nuestros líderes de opinión van poniendo marcas indelebles y a Vargas Llosa le ha tocado su letra escarlata. No me asombra que se le pida moderación política, sino que se desconozca que siempre fue un iconoclasta, desde su militancia en el Partido Comunista del Perú hasta su conversión al liberalismo político teniendo como mediador al existencialismo francés.
Muchos escritores admirados por nuestro ‘establishment’ intelectual han tenido ideas políticamente incorrectas –por decir lo menos–. Sucedió con la írrita crítica contra la democracia de Borges o como cuando viajó a Chile a aceptar una condecoración en tiempos de la dictadura de Pinochet, o con la empecinada devoción de García Márquez hacia la revolución cubana. De Cortázar, dijo Francisco Ayala que “no tenía sentido político ninguno: si primero fue franquista, luego fue comunista con el mismo despiste”. No es que Vargas Llosa tenga la exclusiva y única tirria entre los escritores universales. No es ni siquiera la única en español. Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte y Fernando Savater también han cosechado sus letras escarlatas.
No es que Vargas Llosa tenga que estar más allá del bien y del mal, nadie merece estarlo. No necesitamos compartir todas sus ideas políticas para reconocer la titánica obra que le sobrevivirá, que combatirá sola contra todos los prejuicios. Mirko Lauer decía en una reciente columna que a Vargas Llosa puede caberle la categoría de “el viejito nacional” que Abelardo Oquendo acuñó y que se aplicaría a notables antecesores como Jorge Basadre. Yo soy más escéptico. En un país en el que los halagos por el mérito ajeno son escasos, temo que el legado de Vargas Llosa pueda estar peligrosamente confinado por el tamaño de la antipatía del antivargasllosismo de algunas de nuestras élites intelectuales, quienes ya han marcado con letra escarlata cada frase que suscribe. Podemos juzgar con implacable seriedad cualquier opinión suya, pero siempre desde la sana dialéctica, nunca desde el apriorismo miope o desde la invectiva irrespetuosa. Ojalá no permitamos que el odio se cebe con nuestro escritor más universal. Menos ahora, en el otoño de su vida.