Carmen McEvoy

Hace unos días volví a leer la correspondencia de un hijo de Moquegua cuyas casi 600 cartas se encuentran depositadas en la Colección Benjamín Vicuña Mackenna del Archivo Nacional de Chile. Las misivas del Mariscal de Agua Santa cursadas entre 1829-1834 con su esposa y una serie de allegados, pero, en especial, con los miembros de una extraordinaria red político-militar nacional, fueron sustraídas de la Biblioteca Nacional, durante la ocupación chilena.

A ese lugar, que fue saqueado por los expedicionarios del vecino sureño, llegaron, probablemente en la década de 1860, cuando las hijas de Nieto decidieron buscar un lugar seguro para el fabuloso archivo personal del diestro lancero que, es bueno recordarlo, fue veterano de Ayacucho y por un breve período presidente de la República del Perú (1844). Resulta una verdadera paradoja que los innumerables y valiosos testimonios de una etapa crucial de nuestra historia ahora se encuentren secuestrados en las bóvedas de una institución pública extranjera.

El Estado fallido del fue incapaz de defender no solo Tarapacá y Arica sino importantes retazos de su propia memoria, que guarda las claves de la dramática y violenta manera de cómo se fue constituyendo. Y si bien, eventualmente, se ha transcrito y publicado una buena parte de la correspondencia de Domingo Nieto, justamente con el apoyo de la Biblioteca Nacional, “la maldita” –que es como el militar definió a la conflagración que empezó en una disputa electoral y terminó con la ocupación del Perú– dejó profundas huellas en nuestra cultura política y devenir económico. Pienso en el declive del Callao como puerto importante en el Pacífico Sur y en la imposición de una política guerrerista cuyas huellas aún nos acompañan. No hay más que recordar la vesania de la “guerra milenaria” que nos declaró Sendero Luminoso cuyas heridas siguen abiertas. En la actualidad nos encontramos frente a una superposición de errores, a una amalgama compleja producto de un largo proceso de quiebre institucional y exclusión social en el que la validación de la violencia, como mecanismo de interacción entre peruanos, se ha normalizado. Los viejos actores, militares de diferente rango y extracción social, ya no tienen el protagonismo de antaño, pero las prácticas destructivas heredadas siguen vigentes.

¿Quiénes son los nuevos señores de “la guerra maldita 2.0″, traicionándose y destruyéndose mutuamente, en su demencial carrera por el botín? Los jueces que liberan delincuentes, como fue el reciente caso de los 17 miembros del Tren de Aragua, entre ellos los lugartenientes del ‘Maldito Cris’. El presidente del Congreso acusado −con suficientes pruebas− de estafa. Y, por si ese agravio contra el Perú no fuera suficiente, los promotores de la pedofilia, como ese innombrable, elegido presidente de la Comisión de Educación del Congreso. Por otro lado, escuchamos en una semana, en verdad maldita, los audios sobre una enésima repartija, del producto de nuestros impuestos, entre un alcalde y una serie de personajes relacionados a un congresista que funge de luchador social. Todo ello, mientras que en la soleada Florida otra congresista, poco digna ella, vota a control remoto desde su lujosa mansión. Quién puede osar removerla de una pseudo representación si su marido, general en jefe del aprovisionamiento de policlínicos para los pobres además de compadre del delincuente que degradó la educación peruana, es el atento aprovisionador de su impunidad. Y hablando de esta última no hay que olvidar que nuestra falta de soberanía, frente al Brasil de Odebrecht, significa que en poco tiempo todos los que saquearon al Perú quedarán libres de polvo y paja gozando de sus raterías, probablemente en algún lugar paradisiaco.

¿Hay mayor escarnio y degradación general que la vivida ad portas de una recesión económica, una competencia mundial por los recursos vitales y un cambio climático que no perdonará a nadie y mucho menos a los estados a la deriva como el nuestro? ¿Será posible dar un giro de 180 grados a la trayectoria de nuestra república y en ese golpe de timón desmantelar el mecanismo implantado en una enésima “guerra maldita” que, como las anteriores, sigue sometiendo al Perú a una sucesión de desgracias cuya población creativa y trabajadora no merece? En la unión está la fuerza, pero, también, en la inteligencia colectiva, enriquecida en el diálogo respetuoso en torno a nuestra sobrevivencia como república justa, democrática y soberana. Espero ensayemos ese camino porque el tiempo se nos está acabando.

Comparto mi conversación con Cesar Azabache sobre “La Guerra Maldita” en Mesa Compartida


Carmen McEvoy es historiadora