El Perú es el peor, o uno de los peores, países del mundo en la gestión de la crisis del coronavirus, si se toman como indicadores el número de fallecidos por cien mil habitantes y la caída del PBI. Y el principal responsable de ese mal manejo, el presidente Martín Vizcarra, es el mandatario que goza con la mayor aprobación –o está entre los más aprobados– en el planeta, con 60% según la última encuesta de Datum (“Gestión”, 8/10/20).
Solo el 23% cree que la disminución de afectados por el virus se debe a la política del Gobierno y el 72% lo atribuye a otras razones.
Si el manejo de la crisis es pésimo y se refleja en los millones de peruanos que han perdido el empleo y los que han caído en la pobreza, además de los 80.000 muertos (diferencia entre los fallecidos el año pasado con los de este año), debería ser otra la razón por la que una muy significativa mayoría aprueba al presidente.
El tema que él ha usado como estandarte durante los últimos dos años es el de la lucha anticorrupción. Pero según la misma encuesta, el nivel de corrupción de este Gobierno conducido por Vizcarra es considerado por el 58% como igual o peor que el de los anteriores que, como se sabe, son evaluados como ampliamente deshonestos.
Vizcarra tampoco es un gran orador, que cautive a las masas, como Rafael Correa o Hugo Chávez. En realidad es deficiente en este aspecto y no es capaz siquiera de hilvanar un discurso coherente o responder preguntas con solvencia, como se demostró el domingo pasado, en una entrevista donde tuvo intervenciones que han sido comparadas con los trabalenguas de Cantinflas.
Entender su altísima popularidad puede resultar un desafío inextricable. Quizá aparezca ahora un nuevo adagio: mientras peor lo haces, más te apoyan. Si el Perú fuera un individuo, tal vez un siquiatra podría diagnosticarle una percepción alterada de la realidad y una personalidad escindida.
Ahora Vizcarra trata de disfrazar su mal manejo de la pandemia ofreciéndole al país una solución casi mágica, la vacuna, que pronto llegaría a estas tierras y nos libraría de la amenaza del virus. La verdad es que la vacuna ni está tan cerca ni garantiza el fin de la pandemia, como advierten dos investigadores del King’s College de Londres (“Vacuna contra el COVID-19: 10 razones para ser realistas y no esperar un milagro”, BBC News, 8/10/20).
Entre otros motivos para ser prudentes, señalan, que el proceso normal para crear una vacuna es de 10 a 15 años; hasta el momento no hay ninguna vacuna para los otros coronavirus que afectan a los humanos; las vacunas pueden producir efectos secundarios y toma tiempo estudiarlos; todas las enfermedades virales respiratorias producen reinfecciones, lo cual implica que la vacuna, aún en caso de ser eficaz, no garantiza inmunidad pasado un tiempo.
La conclusión es que “las primeras vacunas protegerían parcialmente frente a la infección, la inmunidad sería de corta duración y no funcionarían para todo el mundo”.
Así las cosas, hay que prepararse para un largo período de convivencia con el virus.
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