El presidente de la República, Martín Vizcarra, evitó comentar sobre la decisión de dictar detención preliminar contra Keiko Fujimori por parte del Poder Judicial. (Foto: USI)
El presidente de la República, Martín Vizcarra, evitó comentar sobre la decisión de dictar detención preliminar contra Keiko Fujimori por parte del Poder Judicial. (Foto: USI)
Fernando Rospigliosi

El presidente Martín Vizcarra reculó rápidamente de la posición conciliadora que manifestó en una entrevista el jueves de la semana pasada, y pasó nuevamente al ataque y a la confrontación con el Congreso, el keikismo y las instituciones que no controla.

Este repentino y oportunista cambio no se explica por los absurdos argumentos que ha esgrimido para justificarse, como por ejemplo que le preocupa que no se haya considerado una cuota del 50% de mujeres en las listas para el Senado o que cuando manifestó su conformidad con las modificaciones realizadas en el Congreso a sus propuestas de reforma constitucional no las conocía. Es imposible que dos días después de aprobadas no se hubiera enterado de los cambios, sobre todo si sus ministros y congresistas César Villanueva y Vicente Zeballos votaron a favor de las mismas.

La repentina transformación de Vizcarra tiene poco que ver con el contenido de la reforma constitucional –cada día está más claro que no le obsesionan las reformas– y mucho con su estrategia de enfrentamiento que pareciera que ya no solo se está orientando a ganar la iniciativa, arrinconar a la mayoría del Congreso y subir puntos en las encuestas, sino a fines menos democráticos y más peligrosos.

Para empezar, hay que remarcar que el de Vizcarra es el gobierno menos institucional y más caudillista y personalista en mucho tiempo. Es obvio, por ejemplo, que pasar de la conciliación a la confrontación en pocos días es una decisión que tomó él con algunos asesores y allegados que permanecen ocultos a la luz pública. La bancada de Peruanos Por el Kambio, que se supone es la oficialista, votó a favor de la reforma que luego Vizcarra ha rechazado, motivando la pública sorpresa y crítica de su vocero y jefe partidario, Gilbert Violeta.

Los dos ministros más importantes en el tema, el presidente del Consejo de Ministros y el ministro de Justicia, asesor del presidente en asuntos legales, votaron a favor de los cambios.

En suma, queda claro que ni la bancada, ni el partido –es un decir–, ni el Consejo de Ministros, han estado al tanto de las idas y venidas del presidente en este tema. El proceso de toma de decisiones, entonces, lo realiza el presidente con –hay que suponer– algunos allegados y asesores incógnitos. Ese grupo informalmente constituido y oculto de la vista del público, que no asume ninguna responsabilidad por sus actos, parece ser el que está conduciendo los destinos del país.

El presidente cuenta con una amplia coalición que lo apoya casi incondicionalmente –por ahora–, y con el mayoritario respaldo de la opinión pública en tanto siga atacando a las desacreditadas instituciones y a los políticos.

En esa coalición están, por supuesto, los antifujimoristas, pero esencialmente políticos y partidarios de varios de los principales acusados de corrupción del Caso Lava Jato, ONG, importantes estudios de abogados, empresarios, etc.

En ese contexto, hay muy fuertes intereses para liquidar al actual fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, y poner esa institución al servicio del gobierno y sus asociados. La cúpula del Poder Judicial ya está en manos de sus aliados.

Pero –más preocupante todavía– quizás ese objetivo no sea el último, sino un paso intermedio para otro mayor, como ha manifestado el grupo parlamentario aprista, denunciando que el gobierno pretende aprobar un proyecto de ley para echar a Chávarry y capturar el Ministerio Público. Dado que no hay manera legal y constitucional de deshacerse del fiscal de la Nación –solo el inexistente Consejo Nacional de la Magistratura o el Congreso, que ya se negó, podrían hacerlo–, forzar la caída del fiscal podría llevar, por algún vericueto seudolegal, al cierre del Congreso.

Peor aún, de ahí a convocar elecciones no para elegir un nuevo Congreso sino una Constituyente hay un pequeño paso, que sería apoyado con entusiasmo y algarabía por las izquierdas, buena parte del antifujimorismo, varios de los nuevos gobernadores regionales y alcaldes, y probablemente por una amplia mayoría de la indignada población. De más está decir que la nueva Constitución permitiría la elección y reelección del actual presidente, como ha sido la norma en procesos similares en la región.

El asunto es que el naufragio del keikismo, acentuado por la sorpresiva detención de su lideresa y sus ininterrumpidos errores, los ha dejado casi sin fuerzas ni recursos políticos para sobrevivir ni oponerse a una alternativa de esa naturaleza.

¿Es descabellado? Hace solo unos meses era una opción inimaginable. Hoy no se puede descartar. Menos aún si, como todo parece indicar, quien realmente gobierna es un presidente mareado por la facilidad con la que ha conseguido aumentar su aprobación y un pequeño y oculto círculo de allegados, sin límites institucionales de ningún tipo.