Maite  Vizcarra

Ayer se inauguró la quincuagésima segunda Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos () con el desafío de hallar compromisos para contener y revertir la profundización de las brechas sociales en el continente. Esa tarea, indefectiblemente, tiene que ver con una batalla perpetua contra la desigualdad y la discriminación en el Perú, que, a su vez, descansa en la capacidad de tolerarnos los unos a los otros.

Si bien es cierto que la desigualdad puede tener causas estructurales que hablan de instituciones truncas o de un Estado maltrecho, también es cierto que hay un componente axiológico sobre el que no reparamos fácilmente, porque no es evidente.

La injusticia, la , la discriminación y la marginalización son formas comunes de intolerancia. Por ello, la búsqueda de niveles de mayor cohesión social implica el reconocimiento de que hay diversidades que valorar con respeto. Más aún en un país mestizo por donde se lo vea.

Ahora que la sombra de la intolerancia empieza a aparecer en carteles en las calles y los epítetos altisonantes se apoderan del discurso del virtual alcalde de Lima, se hace fundamental actualizar el discurso en torno a la tolerancia.

Tolerar no es hacerle un favor al otro diferente, porque, claro está, no es indulgencia. Tolerar tampoco implica anular nuestra propia dimensión.

Digamos que la tolerancia es un ejercicio de autodeterminación y respeto por la autodeterminación del otro. Más aún en sociedades que pretenden el progreso de sus ciudadanos, la tolerancia es un insumo irrenunciable. Pero ¿por qué nos cuesta tanto ser tolerantes en el Perú? ¿O es acaso un signo de nuestros tiempos? ¿Puede la tecnología digital colaborar con la opción de volvernos más permeables a lo diferente?

es un espacio donde las personas pueden ejercer sus derechos, reclamar justicia social y tener mayores oportunidades de aprendizaje. Por eso, el acceso a Internet ha sido, en el mundo, el camino para que mujeres y comunidades minoritarias o en situación de vulnerabilidad puedan ejercer su voz, desafiar normas de género impuestas y crear nuevas herramientas de representación para reforzar su libertad.

Si algo tienen los espacios digitales es la capacidad de ofrecer libertad para ser lo que uno quiere ser. Es en Internet donde expresamos lo que nos identifica. Donde construimos una individualidad, al fin y al cabo. Si podemos lograr eso en Internet, ¿por qué no podríamos conseguirlo también afuera, en el mundo de lo ‘off-line’?

En pleno siglo XXI, es imposible desconocer cómo la digitalización colabora con el ejercicio de más libertades individuales no solo sobre lo que pensamos, decidimos o deseamos; sino, sobre todo, en la construcción de una propia biografía.

Lamentablemente, en el Perú, el uso de la tecnología por parte de grupos segregados es todavía muy limitado. Por eso, hay que empezar a charlar sobre el acceso a la tecnología desde un enfoque de la diversidad que reconozca que las conexiones digitales responden a decisiones tomadas por personas, con sus propios parámetros, prioridades y visiones.

El acceso de grupos vulnerables a la creación y al uso de nuevas tecnologías es un componente primordial de la ciudadanía ‘on-line’ y ‘off-line’.

Y dado que la construcción de valores se suele asentar en los procesos educativos, luchar contra la intolerancia exige una educación abierta a lo desconocido para no temerle. Necesitamos una educación que enseñe a combatir el sentido exagerado del valor de lo propio y del orgullo personal, religioso o regional, exacerbado.

El espacio libérrimo de Internet nos enfrenta a todo y, en cierto sentido, debería volvernos más permeables. De ahí que cualquier acción –de la OEA, por ejemplo– a favor de una lucha contra las desigualdades debiera apoyarse en liderazgos duchos en estos nuevos códigos; es decir, los digitales.

Maite Vizcarra Tecnóloga, @Techtulia

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