Diego Macera

“Más es mejor” es uno de los principios básicos que –sin necesariamente enunciarse– subyace en buena parte de las decisiones productivas y políticas. Queremos más ingresos, más beneficios laborales, más colegios y hospitales, más leyes, etc. En la mayoría de casos, esta doctrina de eterno se da por obvia.

Pero la realidad es siempre más compleja. En algunas variables agregadas, como el PBI, el crecimiento sostenido no solo es positivo, sino que es condición indispensable para elevar la calidad de vida, sobre todo en países en desarrollo. En variables más menudas, sin embargo, la relación de equivalencia entre cantidad y mejoría se hace menos clara.

Lo primero a resaltar es que, en la medida en que los recursos sean limitados, lo que se logra crecer en un lado puede ser proporcional a lo que hay que quitarle al otro lado. En ausencia de más recaudación, por ejemplo, más hospitales vendrían a costa de menos inversión para saneamiento; mayores salarios para los docentes podrían implicar que los policías tengan que esperar su turno en los aumentos, y así sucesivamente. La decisión, en situaciones como estas, es en realidad una pregunta de distribución, no de crecimiento. Por tanto, no es solo tener “más”: es qué estamos dispuestos a sacrificar para conseguirlo.

En ocasiones, los costos son, además, poco observables. Cuando, por ejemplo, se sube por decreto los ingresos mínimos o los beneficios laborales de la minoría de trabajadores formales, algunos parecieran pensar que el dinero de la empresa necesario para cubrir las nuevas disposiciones aparece mágicamente, o estaba sentado y ocioso debajo del colchón. La verdad es que sale del mismo bolsillo de donde salen los recursos para contratar más trabajadores y las inversiones para hacerlos más productivos. Pero estos costos no se identifican fácilmente –justamente porque nunca se concretaron–. Lo que es aún más grave: por favorecer el crecimiento “visible” –de algunos grupos de presión organizados–, se sacrifica el sistema de incentivos para la mayoría (se hace menos atractivo contratar). Así, los salarios y beneficios de algunos crecen, pero a costa de que los del resto se mantengan deprimidos o caigan.

Lo siguiente a distinguir es si el crecimiento buscado es un medio o un fin. Todos queremos más educación, pero ¿eso implica que el mejor gasto posible es construir más colegios? Como señalaba el economista Iván Alonso en estas páginas hace un mes, los ratios de ejecución del presupuesto para inversión pública no nos dicen si las obras que se realizaron eran necesarias o si estuvieron bien construidas. Fijarnos en ese ratio es mejor que nada, pero no es un indicador tremendamente útil. Si no se evalúa con cuidado qué es exactamente aquello que queremos hacer crecer, podemos estar midiendo con la vara equivocada.

Otro espacio claro es la legislación. Es un despropósito pedir más normas, más “producción” del Congreso. Lo que requiere es ordenar el marco regulatorio –lo que en ocasiones implicará menos leyes, no más– para promover mejor acceso a servicios, más empleo y libertad. El Congreso, y los congresistas, no deben ser evaluados en función de cuántas normas presentan o –peor aún– aprueban.

La , a fin de cuentas, no es un juego de suma cero. Es decir, en la economía moderna se puede crecer y mejorar sin quitarle nada a nadie (el caso del Perú, que logró rápidamente reducir pobreza y ensanchar clase media en los primeros 15 años de este siglo, es un claro ejemplo). Pero para crecer sostenidamente se debe prestar atención a qué cosas estamos priorizando incrementar.

Diego Macera es gerente general del Instituto Peruano de Economía (IPE)

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