“Desde el punto de vista político, la verdad tiene un carácter despótico”, escribió Hannah Arendt en un ensayo publicado en “The New Yorker” en 1967. Así explica el temor que las tiranías de todo estilo le tienen a los hechos. Estos trascienden los acuerdos, consensos y convicciones (todos subjetivos) que la sociedad puede tener o alcanzar, y ello le confiere a la verdad –por su naturaleza– el monopolio de la realidad. Ese que los autócratas (y sus seguidores) siempre buscan tener. Por ello, las organizadas y la negación de la realidad son recursos empuñados con vehemencia por las dictaduras y las ideologías de médula antidemocrática.

Desde el golpe de Estado anunciado por el 7 de diciembre, los peruanos hemos visto cómo los seguidores del nuevo inquilino del penal de Barbadillo ponen en práctica muchos de los conceptos que Arendt analiza en su ensayo. A pesar de que el intento frustrado de destruir nuestra democracia fue transmitido por televisión nacional y pronunciado claramente por su perpetrador, desde diversos rincones de la izquierda nacional y latinoamericana se ha querido negar o matizar lo que todos atestiguamos. Una práctica descarada, pero nada extraña, toda vez que la distorsión de la realidad en beneficio de los sátrapas es un fenómeno común.

En la Unión Soviética, los esfuerzos de Stalin por amasar el poder absoluto llevaron a su régimen a borrar de los libros de historia y hasta de las fotografías históricas la participación de León Trotsky en la Revolución Rusa de 1917. En China, el Partido Comunista se las ha arreglado para que la masacre en la Plaza Tiananmen durante las protestas de 1989 sea extirpada de la memoria colectiva.

En el Perú, las viudas de la dictadura castillista (felizmente sin resonancia en la mayoría de los ciudadanos) promueven la patraña de que el golpe nunca se dio. Algunos, como el congresista Pasión Dávila –golpista a su manera– han dicho que Castillo solo emitió una opinión durante aquel fatídico mensaje a la Nación. Otros, como el legislador Guido Bellido, han querido promover el cuento de que el dictadorzuelo hizo lo que hizo bajo los efectos de un psicotrópico misterioso. Desde otros países de la región, lo ocurrido ha sido negado y la sucesión presidencial desconocida por líderes ideológicamente afines a Castillo, a través de interpretaciones ridículas y mentirosas de nuestra Constitución, con Andrés Manuel López Obrador (México) y Gustavo Petro (Colombia) como los principales representantes del problema. En todos los casos, no hay error ni ignorancia en lo que se dice, sino intenciones de promover una falsa narrativa.

Pero no todos los mentirosos, señala Arendt, aseguran estar diciendo la verdad. En muchos casos, las falsedades son presentadas como meras opiniones. “Esto lo hacen frecuentemente grupos subversivos, y con un público políticamente inmaduro la confusión resultante puede ser considerable”, asegura. Y de esta coartada se amparan desde algunos tuiteros locales, que no dejan de asegurar que Castillo es apenas una víctima de una élite que “nunca aceptó que un campesino sea presidente” o que el golpe lo hizo el Congreso, hasta organismos como la International Human Rights Foundation que piden la liberación del tirano y lo describen como el único presidente que reconocen.

En tiempos como los nuestros, donde las mentiras y las ‘fake news’ son esparcidas con tanta facilidad, es importante preocuparse más que nunca por la defensa de la verdad. Los hechos no pueden relativizarse. La historia nunca dirá que Bélgica fue la que invadió a Alemania en agosto de 1914. O que Sendero Luminoso nunca reventó una bomba en la calle Tarata en 1992. Tampoco debe decir que Pedro Castillo no perpetró un golpe de Estado el 7 de diciembre del 2022.