Augusto Townsend Klinge

Un buen parámetro para reflexionar sobre el tipo de que tenemos es ver cómo lidia con los desastres naturales que dejan a sus ciudadanos en situación de extrema vulnerabilidad. No podemos pedirle al nuestro que los desaparezca por completo; siempre vamos a ser un país expuesto a huaicos, sequías, incendios forestales, terremotos y demás. Pero bien podríamos preguntarnos si, como sociedad, hemos alcanzado la madurez suficiente como para entender que, entre tantas cosas que podríamos disputar que el Estado haga o deje de hacer, pues prevenir y gestionar bien los desastres naturales parece una responsabilidad obvia.

O quizás no tanto. Por estos días, uno escucha voces resignadas que identifican una suerte de incapacidad congénita en el Estado Peruano y recomiendan más bien que las personas encuentren la manera de protegerse por sí mismas. Como si eso –asumir que no podemos depender del Estado– no fuese exactamente lo que hemos venido haciendo sistemáticamente respecto de los desastres naturales y tantos otros problemas, con los resultados que ya conocemos. Nuestra extrema informalidad es el mayor testimonio de ese “sálvese quien pueda” en el que (sobre)vivimos.

Pero ¿por qué nos hemos resignado a eso? Uno podría ensayar varias hipótesis. Quizás algunas personas han perdido la fe en el Estado por la percepción de que todo está infectado de corrupción, o simplemente se cansaron de esperar que este entregue siquiera lo mínimo en zonas donde su presencia más parece un espejismo. Quizás otras personas tienen la vida resuelta porque pueden pagar una oferta privada de calidad de (casi) todo lo que necesitan, y no caen en cuenta de que, en el Perú, esa dista mucho de ser la regla general.

El Estado que ven, por ejemplo, quienes están en el sector empresarial formal es un Estado burocrático y sobrerregulador, que pone todo tipo de trabas a los negocios y evita que estos puedan desplegar al máximo las externalidades positivas de su actividad (generar empleo decente, recaudación tributaria, etc.). Es decir, un exceso de Estado. Otros no tienen agua potable ni luz en sus casas, ni acceso a educación o a salud de calidad, ni infraestructura que los proteja de los desastres naturales, e interpretan estas carencias como la manifestación de un Estado incapaz o, peor aún, la indolencia de uno deliberadamente ausente.

¿Puede un Estado ser excesivo y ausente a la vez? Por supuesto que sí: el nuestro es esa contradicción encarnada. Pero esos vicios no son igual de dañinos, y creo que aquí es donde se equivocan quienes solo quieren hablar de lo primero, pensando que esa es la forma de, por ejemplo, “defender el modelo económico”.

Pensémoslo de la siguiente manera. Es indudable, desde mi óptica al menos, que el exceso de Estado, como lo vemos en el Perú, afecta severamente el funcionamiento del mercado. Pero la ausencia o la incapacidad estructural del Estado –ojo aquí– pone en riesgo la continuidad misma de la democracia y del arreglo institucional que permite justamente el funcionamiento del mercado.

Salvo que alguien esté proponiendo seriamente que vayamos por el camino del anarcocapitalismo, el modelo económico que aplica el Perú presupone la existencia de un Estado mínimamente funcional (que, dicho sea de paso, lo ha sido excepcionalmente al brindar bienes públicos como estabilidad macroeconómica o apertura comercial). Algunos, sin embargo, prefieren el ejercicio intelectual de separar conceptualmente el modelo económico del modelo político o de Estado, para que no se le atribuya al primero las deficiencias del segundo. Pero lo real es que el ciudadano promedio no hace esas distinciones: ve un engranaje en el que la disfuncionalidad de una parte (el Estado) supone la disfuncionalidad del todo.

La próxima vez que usted escuche a alguien clamar que “el Estado es el problema”, resista la tentación de aplaudir aun cuando se sienta identificado. Celebrar esa realidad en lugar de hacer algo para cambiarla solo la convierte en una profecía autocumplida. El Estado Peruano es, ciertamente, muy deficiente en múltiples sentidos, pero más por defecto que por exceso, y porque hemos bloqueado de nuestras mentes la posibilidad de que pueda ser algo distinto.

Tenemos que cambiar ese sesgo pensando en quienes no pueden sobrellevar como nosotros esas deficiencias. Toca sustituir “el Estado es el problema” por “el Estado es nuestro problema”, y empezar a arreglarlo, como si la continuidad de nuestra democracia y modelo económico dependiera de ello. Porque es exactamente así.

Augusto Townsend Klinge es cofundador de Recambio

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