El miedo a uno mismo, por Alfredo Bullard
El miedo a uno mismo, por Alfredo Bullard
Redacción EC

Ante la pregunta sobre si se quiere libertad, la inmensa mayoría contesta que sí. Pero ante situaciones concretas contestamos, a veces, sin advertirlo, precisamente lo contrario.

Conversaba hace unos días con unos amigos sobre los proyectos de ley que pretenden regular algo tan aparentemente banal como el pago por el servicio de estacionamiento. Se pretende que si un centro comercial o un supermercado cuenta con una playa de estacionamiento, forzosamente sea gratuita para quien compra en el local y en un caso obliga hasta 45 minutos gratis así no compres.

La mayoría, a pesar de declararse amante de la libertad, estaba de acuerdo con las normas. Sus argumentos iban desde que no era justo que los hicieran pagar (las personas suelen considerar injusto que les cobren por lo que usan) hasta que su libertad era vulnerada porque el local “les obliga a pagar”, como si dirigir su auto a la playa, ingresar y tomar el ticket fuera un acto de hipnotismo que quiebra su voluntad. Opciones como ir en transporte público o caminando o estacionar en otro lado eran atentados contra su libertad.

No dudo de que es una buena idea dar estacionamiento gratuito o muy barato a los clientes, y de hecho suele ser una preocupación de las empresas que sea así. Pero igual reclamamos que ese tipo de políticas no provenga de una interacción libre, sino de una decisión estatal.

El jueves pasado debatía públicamente con mi buen amigo José Távara sobre la existencia del control de fusiones empresariales, ese sistema que algunos pretenden importar y según el cual algunas adquisiciones de empresas deben estar sujetas a la aprobación previa del Estado para evitar la concentración de participación de mercado. Es interesante ver cómo la mayoría de argumentos de Pepe, y muchas de las preguntas del público, estaban marcados por el pánico a la libertad.

Se veía la fusión como un atentado contra la libertad de los consumidores. Parecería que cuando uno va al quiosco a comprar un diario o a la bodega a adquirir una cerveza, existiera un poder maligno capaz de hacerme escoger el que tiene mayor participación de mercado o impide a quienes quieran ofrecer los mismos productos o servicios entrar al mercado para tratar de ganar las preferencias de los consumidores. Dichas preferencias son tratadas como un chip metido en el cerebro de quien compra para estupidizarlo al nivel de que su decisión no pueda ser libre. Entonces el Estado debe liberarlo.

Y lo mismo se puede decir de la sarta de normas propuestas o aprobadas para protegernos por la vía de limitar lo que podemos escoger: el proyecto de nueva o las ideas de , un paladín de la limitación de la libertad en nombre de la libertad (Código de Protección al Consumidor incluido).

Lo cierto es que ese tipo de ideas son curiosamente populares entre aquellos que proclaman, con la mano en el pecho y con tono marcial: “Somos libres, seámoslo siempre”.

George Bernard Shaw decía que “la libertad significa responsabilidad; por eso, la mayoría de los hombres le tiene tanto miedo”. Creo que la paradoja de una proclama libertaria que pide más regulación sobre lo que podemos decidir radica en que muchos no están dispuestos a asumir la tremenda responsabilidad que significa ser auténticamente libre. Y es que ser libre significa asumir las consecuencias de nuestras decisiones: elegir ir en taxi o pagar estacionamiento, escoger el producto que queremos comprar, elegir qué universidad ofrece el mejor programa para nuestros estudios.

El miedo a la libertad es el miedo a nosotros mismos. Es autoproclamarnos incapaces de ser dueños de nuestro destino. Es querer olvidarnos que debemos asumir las consecuencias de nuestros aciertos y de nuestros errores. Es, en sencillo, ser irresponsables.