Todos los derechos presuponen el derecho a la vida. La vida aparece como un derecho inquebrantable. Si no fuera así resultaría más difícil justificar los derechos fundamentales de toda persona, como son la libertad de conciencia, de opinión, de religión, de reunión, de elección, etc.
Por eso cuestionar el derecho a la vida es necesariamente un tema incómodo y delicado: implica abrir la puerta a temas difíciles como el aborto, la eutanasia y el suicidio. Involucra situarnos en el límite entre la vida y la muerte. Conlleva siempre la posibilidad de decir ‘no’ a la vida y eso nos atemoriza profundamente. Esta es la razón de fondo por la que no queremos debatir públicamente sobre el aborto. De ahí que resulte más fácil llamar “asesina” a una mujer que aborta o delegar la decisión al Estado para no tener que pensar al respecto.
Sin embargo, la vida no tiene valor por sí misma. Esto ha quedado claro cuando en los múltiples debates ético-políticos y filosóficos se ha llegado a la conclusión de que no es posible determinar si los derechos son –o no son– inherentes al ser humano. Lo que también ha quedado claro en la Ética es que respetar libertades y mantener derechos es necesario para promover la vida, pues ello hace nuestra vida mejor, permite una convivencia más justa y reduce el abuso.
Dicho de otra manera, somos nosotros los que le damos valor a la vida y lo hacemos precisamente universalizando derechos y valores, a través del uso de la facultad que nos hace seres humanos: la razón. Es decir, ejerciendo nuestra capacidad de pensar, de dialogar, de intercambiar argumentos y de llegar a acuerdos.
Gracias a nuestra razón, podemos también comprender tanto al creyente religioso que se opone al aborto como a la sociedad que considera el aborto un derecho ciudadano y lo protege legalmente.
Legalizar el aborto es aceptar el derecho a la autonomía corporal y aceptar que ese derecho puede ser más importante que el derecho a la vida que tiene el feto; como sociedad no estamos aún en condiciones de asumir este debate. Pero que, por segunda vez, el Congreso de la República haya archivado el proyecto de ley que despenaliza el aborto en casos de violación sexual y que además se contemple trabajo comunitario para estas mujeres en el nuevo Código Penal, nos evidencia como una sociedad retrógrada, arbitraria y malsana.
Retrógrada, pues no reconoce que darle a una mujer –que ha sido violada– el derecho a decidir sobre su embarazo es también decirle sí a la vida. Es permitirle decidir su vida. Arbitraria, pues no escucha a las mujeres que han abortado luego de una violación sexual y antes de decidir por todas. Malsana, pues perpetúa el daño hecho a las mujeres violándolas por segunda vez –ahora emocionalmente– y porque justifica tácitamente al violador que las dañó obligándolas a cargar con su hijo.
Obligar a una mujer a dar a luz a un bebe fruto de una violación es perpetuar la violencia ejercida sobre ella; significa impedirle tomar decisiones sobre su vida. El daño emocional es también una forma de asesinato. Dañar no es sinónimo de vida.