Patricia del Río

Somos producto de la . Cuando Colón primero y Pizarro y sus compinches después, pisaron suelo americano, estaban haciendo lo que millones de seres humanos hacen todos los días: buscar nuevas tierras para asentarse, construir un futuro diferente. El alma aventurera fue uno de los móviles que animaron a los marineros a atravesar un océano desconocido para llegar a tierras lejanas, pero el hambre, la pobreza y la esperanza de ser “alguien más” fueron los detonantes que atrajeron a jóvenes que no encontraban ninguna oportunidad en un reino empobrecido por una larga lucha de reconquista.

Magallanes, Almagro, De Soto y Cortez ejercieron su derecho a poblar la tierra, a ocuparla, como ya lo habían hecho antes que ellos los vikingos, los hebreos, los fenicios, los polinesios. El mundo ha cambiado, las fronteras se han ido endureciendo y las antiguas peleas por tierra se han complejizado, pero eso no borra nuestra naturaleza errante, que alimenta esa necesidad de movernos que nos define. No hay un solo peruano que no sea hijo de la migración, y me atrevería a decir que no existe uno solo que no tenga tíos, hermanas, hijos, sobrinas que no hayan desplegado sus genes en tierras remotas.

Pero nuestra memoria genética es corta y mala; y cuando nos sentimos amenazados, solemos tratar al otro como un intruso, olvidando que uno de los nuestros alguna vez estuvo bajo esa mirada de desprecio a la que sometemos a los extranjeros. Podríamos argumentar que la xenofobia es una lacra de los países pobres que temen que, ante la llegada de individuos de otras nacionalidades, las oportunidades de trabajo para los locales se reduzcan. También es tentador pensar que esa discriminación es parte de mentes pequeñas e ignorantes. Pero la realidad se encarga de demostrarnos que, cuando de migración se trata, la vergüenza alcanza al mundo entero. Mientras en Italia, un de extrema derecha hostiga con leyes xenófobas a las organizaciones humanitarias para que no rescaten a náufragos que están ahogándose en el Mediterráneo, en Chile, Gabriel Boric, presidente progre y de izquierda, “invita a salir” a los venezolanos que le estorban. Por su parte, Dina Boluarte, desconociendo que el durante el gobierno de PPK se vendió como un país hermano, dispuesto a acoger a todas las víctimas de Nicolás Maduro, les cierra las puertas y deja a cientos de mujeres, niños, jóvenes y también impresentables, a su suerte, en medio del desierto.

Lo hace, además, en un momento en el que la inseguridad ciudadana está alcanzando niveles intolerables y la misma semana en que el reporte de la organización Human Rights Watch revela información grave sobre las violaciones de los derechos humanos que se cometieron durante la represión de las protestas de diciembre y enero. La vieja táctica de “si quieres generar cierto apoyo interno búscate un enemigo externo” se pone en práctica sin ningún disimulo, y se le sazona colocando como héroes del cuidado de nuestras vidas y nuestra seguridad a la policía y a las Fuerzas Armadas que han sido trasladadas hasta la frontera. Ahí, los miembros de las instituciones cuestionadas son recibidos con vítores y aplausos, y desfilan alardeando de su poder, para mostrarse ante los peruanos como salvadores y no como verdugos.

Sería insensato negar la complejidad de los procesos migratorios y los retos que enfrentan los países receptores para actuar con justicia y humanidad; sin embargo, ante desafíos tan grandes abundan gobernantes que, como los nuestros, lejos de diseñar estrategias que abonen en una solución, usan el tema de acuerdo con sus intereses políticos, con su necesidad de generar consensos y apoyo de la población, a costa de familias desesperadas que, como las nuestras alguna vez, ruegan por un pedazo de mundo donde poder vivir.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Patricia del Río es periodista