Desde hace mucho. Entre 1848 y 1855 tuvo lugar la fiebre del oro en California. Cientos de miles de personas emigraron para allá, desde el resto de Estados Unidos y de otros países. Una parte se enriqueció, y mucho, pero cuando bajó la fiebre y el delirio concluyó, la mayoría se percató de que seguían con lo poco que llegaron.

Lo anterior ayuda a dimensionar la magnitud del problema que enfrentamos en un país precario, con complejidades geográficas enormes, con un Estado débil y mucho corrupto, así como poblaciones rurales en pobreza o pobreza extrema siendo partícipes.

La fiebre de hoy se explica por precios a casi US$2.200 la onza; o sea, un kilo de oro vale US$70.000. Este se extrae legal o ilegalmente en todo el territorio. Al contrastar lo que la Sunat registra como oro exportado con lo que el Ministerio de Economía y Finanzas señala como producido legalmente, el ilegal, debidamente lavado y no precisamente con detergente, llega casi a la mitad del total nacional; a saber, al menos a US$4.000 millones al año.

¿Cuántos no formales hay en el Perú? No se sabe, pero los estimados fluctúan entre 150.000 y 300.000, involucrando además de diferentes maneras la economía de no menos de un millón de personas. Hay dos ámbitos de donde el oro se extrae. El de los ríos, en donde la minería no puede ser legal, porque se basa en la destrucción salvaje del medio ambiente dada la gran cantidad de mercurio que requiere. Allí, los nativos se pliegan como mano de obra o pasan por encima de ellos, asesinando a los líderes que se oponen. La otra minería se da en socavones precarios en los yacimientos en los que se esconde. En este segundo caso, cumpliendo determinadas condiciones, pueden ser formalizados.

Lo que comparten ambas zonas de extracción es la brutal explotación laboral, incluyendo las muy frecuentes muertes en accidentes de trabajo, la explotación sexual de mujeres y niñas en los campamentos, así como el no pago de tributos, ni regalía alguna al Estado. Además, involucrando crecientemente a sicarios para tomar o mantener territorios, así como graves atentados a instalaciones para espantar a los formales. Esto tiende a agravarse ahora que la criminalidad organizada transnacional se empieza a disputar con las mafias nacionales este tremendo negocio. De todo lo anterior, Pataz es un ejemplo extremo, pero hay muchos otros lugares de espanto a lo largo y ancho del país.

En el 2016, tratando de separar la paja del trigo, se creó un registro de mineros que aspiraran a la formalidad: el Se les dio un plazo de tres años para lograrlo. Algo más de 11.000 lo han conseguido, pero la gran mayoría tiene su registro “suspendido” por no cumplir los requisitos. Sin embargo, este y anteriores Congresos les ampliaron el plazo hasta en tres oportunidades.

Paradójicamente, estar en un Reinfo “renovable a simple solicitud” se ha convertido en lo opuesto a lo que se buscó y, más bien, en un estímulo para continuar en la ilegalidad.

La situación había llegado a tales extremos que el Gobierno estableció un plazo de tres meses, que concluyen este 20 de marzo, para exigir a los mineros que están en condición de suspendidos en el Reinfo a presentar el contrato de explotación o cesión, firmado por el titular de la concesión minera donde están operando sin ser titulares del derecho minero.

Previsiblemente, los dueños de los negocios que al vencer el plazo ya serían indiscutiblemente ilegales hicieron marchar a los mineros que trabajan para ellos para defender tamaña fuente de ingresos.

Y, faltaba más, el Congreso, exonerándolo de pasar por comisiones y con el apoyo de nueve de las once bancadas, ha derogado el referido decreto en lo que concierne a “facultar a la Policía Nacional del Perú a tomar acciones frente a la tenencia ilegal de materiales explosivos en actividades mineras ejecutadas con inscripción suspendida en el Reinfo”.

La fiebre del oro es contagiosa. Volvemos a la normalidad.

Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad

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