A propósito de las revueltas que están sucediendo en varias universidades de EE.UU. y en un intento de explicar cómo se puede generar esta filiación con causas que pueden parecer ajenas –unos se preguntan, cómo puede ser que muchachos que no saben bien de qué va el conflicto en Gaza decidan abrazar el islamismo como una manera de tomar posición en ese asunto– ha vuelto a aparecer en varias columnas de opinión el término ‘batalla cultural’.
La ‘batalla cultural’ es un concepto que alude a la lucha por el control del pensamiento y la cultura de una sociedad mediante el uso de las instituciones y los dispositivos culturales.
Más cercanamente, el concepto también ha sido apropiado y reinterpretado por otros actores políticos, especialmente por la derecha conservadora y el progresismo en EE.UU., para describir políticas contemporáneas sobre las que hay una marcada polarización como, por ejemplo, la eutanasia, el aborto, la pornografía, el multiculturalismo, etc.
Entonces, lo que reza esa nueva lectura de las batallas culturales es que, si uno quiere llevar al redil de uno a más grey, lo que hay que hacer es influir en los espacios, artefactos y símbolos sociales a través de productos culturales. De ahí que, por ejemplo, el historiador italiano Steven Forti explicara que las guerras culturales son una de las estrategias principalmente utilizadas para ganar influencia electoral.
Y cuando uno ve que en el país hay asuntos sobre los que la tensión está a flor de piel como el debate que se ha generado en X alrededor del contenido de la película “La piel más temida”, uno no puede dejar de pensar en si ese asunto está dentro de lo que se puede definir como batalla cultural o es tan solo una expresión artística que merece ser observada como tal, sin más filtro.
El asunto no es menor, pues teniendo como telón de fondo la controversia resonante en X la ministra de Cultura, Leslie Urteaga, ya anunció que se aproxima una reestructuración del otorgamiento de los estímulos económicos para el fomento de la actividad cinematográfica y audiovisual, para que sea “un proceso participativo, escuchando a todos, con la finalidad de promover a cabalidad el desarrollo de la industria y, a su vez, promover la política nacional de cultura”.
Sobre cómo terminar con las batallas culturales hay mucho escrito y casi todas las soluciones aluden a la necesidad de establecer espacios de encuentro. Por ello es interesante que la ministra haya decidido encargarle a su flamante laboratorio de innovación abierta, CulturaLab, el reto de consensuar criterios en torno de los subsidios a favor del cine nacional.
Ojalá vaya bien ese esfuerzo, pues, de lograrse, se podría ensayar el ejercicio constante que Aristóteles llamaba “amistad cívica” o el ejercicio de una disciplina que permitía a las sociedades prosperar sobre la base de la autocomposición y no del conflicto. Esta aspiración, que no necesariamente implica que todos nos vamos a contar cuitas o algo por el estilo, significa que los ciudadanos de un Estado, por pertenecer a él, saben que han de perseguir metas comunes y los lleva a intentar alcanzar esos objetivos, siempre que se respeten las diferencias legítimas.
La amistad cívica hoy cobra nueva actualidad desde lo que podemos llamar el mundo de la innovación democrática, como una manera de superar la experiencia democrática basada en la confrontación tan propia del siglo pasado, y que, desde la vanguardia de las ciencias políticas, reclama mayor protagonismo.