Desde que Leslie Urteaga asumió como ministra de Cultura, su gestión ha estado marcada por una serie de tropiezos que ponen en duda su competencia y permanencia en el cargo. Su más reciente y desafortunada decisión fue anunciar la revisión de los criterios para otorgar estímulos económicos al cine, con el pretexto de evitar la polarización.
Urteaga ha cedido así a las voces ultraconservadoras que, sin haber visto la película “La piel más temida”, de Joel Calero, la censuraron por no utilizar el término ‘terrorista’ y supuestamente “romantizar” a los asesinos de Sendero Luminoso. Esta postura no solo refleja un macartismo moderno, sino también un desconocimiento total de cómo se generan y bajo qué exigencias se otorgan los estímulos, que, por cierto, son sumamente exiguos.
En su intento por congraciarse con quienes siempre han visto la cultura con desdén, Urteaga se une a un coro de voces que consideran al arte y la historia como campos de batalla ideológicos donde deben ser silenciadas las voces disidentes, en lugar de ser una fuente de reflexión. Claudica ante los vientos que soplan entre los derechistas más radicales del Congreso, en lugar de celebrar y promover la diversidad y riqueza del cine nacional. Otro descarado ataque a la libertad creativa y de expresión.
Pero hay más. El despropósito de trasladar el Archivo General de la Nación desde su actual sede en el Palacio de Justicia al Callao, junto a una fábrica de lejía, no es simplemente un error logístico; es una negligencia que pone en peligro documentos irreemplazables, la memoria viva de nuestra nación. ¿Comprende ella la ironía de que la historia de nuestro país podría disolverse en el aire tóxico de una fábrica de lejía?
La lista de sus fallos no se detiene ahí. La venta de entradas a Machu Picchu a través de la plataforma privada Joinnus es otro claro ejemplo de mala administración. En lugar de asegurar un sistema transparente, se optó por un modelo que genera más dudas que certezas, especialmente entre los cusqueños.
Antes, Urteaga había cedido al capricho de la presidenta Dina Boluarte al nombrar a una de sus asesoras más cercanas como presidenta del Instituto Nacional de Radio y Televisión del Perú. Este nombramiento, sin precedentes al menos en este siglo, colocó a TV Perú y a Radio Nacional, medios que pertenecen a todos los peruanos, bajo el control directo de Palacio de Gobierno, socavando su independencia.
El Museo Nacional del Perú, un proyecto crucial para la conservación y exhibición de nuestra cultura, también languidece. Un museo que debería ser un centro de aprendizaje y disfrute para todos los peruanos y visitantes extranjeros espera mejores días.
Igualmente preocupante ha sido el intento, frustrado por el momento, de modificar el reglamento de la Ley General del Patrimonio Cultural de la Nación; en particular, de derogar la exigencia del certificado de inexistencia de restos arqueológicos. De prosperar, se habría promovido el desarrollo urbano descontrolado sobre terrenos que podrían albergar vestigios arqueológicos, vendiéndolos pieza por pieza al mejor postor, como denunciaron diversos expertos.
Estas decisiones no son errores aislados; son síntomas de una visión de la cultura peligrosamente estrecha. Urteaga debería ceder su lugar a alguien que entienda y respete la riqueza y diversidad de nuestra cultura. En la defensa de nuestra herencia cultural no hay lugar para la incompetencia o la censura. Este es un llamado a todos: la cultura no se vende, se protege; no se censura, se celebra. La lucha por una gestión cultural digna es, en última instancia, la lucha por el corazón y el futuro del Perú.