(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

La primera versión de “El planeta de los simios” tuvo uno de los mejores finales de la historia del cine: Charlton Heston huye con su chica por las playas y se topa con la Estatua de la Libertad, semienterrada en la arena. Solo entonces descubre que ese planeta primitivo habitado por monos agresivos es el suyo: la Tierra. O más bien, lo que la bomba atómica ha dejado de ella.

Las historias de terror y fantasía siempre han encarnado los grandes miedos de la humanidad en el momento de su realización. Los simios de Charlton Heston aparecen en 1968, el año en que los jóvenes hippies del mundo se manifestaban contra la amenaza nuclear. La era dorada de las películas de extraterrestres fueron los años cincuenta, cuando los estadounidenses temían la invasión de una raza extraña y desalmada que vendría a imponer sus costumbres: la de los comunistas. Las historias de zombis del siglo XXI –como “The Walking Dead” o “REC”– han convertido a los muertos vivientes en víctimas de un virus, un giro apropiado para los tiempos de gripe A, ébola o zika. Leída en esa óptica, la última entrega de la saga de los primates, “El planeta de los simios: la guerra”, revela que la gran amenaza de nuestro tiempo es… la mala leche. MUY mala leche.

Una pista del argumento (sin ‘spoilers’): César, un mono adulterado y mejorado por un experimento científico, dirige a su ejército de gorilas, orangutanes y chimpancés contra nuestra especie. César no empezó esta guerra. La empezó Koba, un simio que nos odiaba profundamente (y cuyo nombre, sugerentemente, coincide con uno de los apodos de Stalin). Ahora, aunque Koba está muerto, es tarde para detener las hostilidades. César solo quisiera vivir en paz con los suyos. Sin embargo, el ejército humano, comandado por Woody Harrelson, no se detendrá hasta desaparecerlos de la faz de la tierra. Harrelson está dispuesto a todo, incluso a matar a bebes simios con sus propias manos.

Como él mismo dice:

-A veces hay que dejar de lado la humanidad para salvar a la humanidad.

Total, los espectadores nos identificamos con el mono.

Los diálogos de la película no están mal considerando que la mayoría de los personajes se comunica con gruñidos y resoplidos. Pero ninguno iguala a los que nos ha regalado esa gran estrella del espectáculo llamada . La semana pasada, Trump le dijo al dictador coreano que, si seguía amenazando a Estados Unidos, se encontraría con “un fuego y una furia nunca vistos en el mundo”. Y lo hizo como un actor de carácter: los brazos cruzados, el tono de hombre duro y la imagen de fondo de su club de golf. Poco después, desde el mismo escenario, anunció que no descartaba una intervención militar en Venezuela.

Maduro y Kim Jong-un son unos macacos mordiscones, pero Trump, como el Woody Harrelson de la película, les responde en modo gorila. Lejos de debilitar a sus enemigos, eso los justifica y refuerza. Y lo que es peor: los exabruptos del jefe de la manada azuzan a los propios micos estadounidenses, como los supremacistas blancos que montaron un fin de semana sangriento en Charlottesville para promover el racismo, a los que el presidente Trump ha justificado, tolerado y casi aplaudido.

Nuestro planeta necesita urgentemente que la primera potencia mundial actúe civilizadamente, en acuerdo con la comunidad internacional y sin echar leña al fuego. De lo contrario, nos pasará lo que a Charlton Heston: un día, paseando por la playa, nos encontraremos con la Estatua de la Libertad semienterrada, custodiada por primates con escopetas.