Morir matando, por Gonzalo Portocarrero
Morir matando, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

Las noticias circulan en los medios en función del interés que suscitan, de la sensación que causan. Es entonces comprensible el interés de la prensa por brindar toda la información posible sobre Andreas Lubitz, el joven copiloto que estrelló el avión de Germanwings el pasado 24 de marzo. Hoy, que escribo estas líneas, 12 días después, ya se han publicado los datos que más impresionan, de manera que tanto el asesinato de las 150 personas que viajaban en el vuelo, como el propio Lubitz, están dejando de ser noticia. 

La síntesis que la prensa propone al sentido común es que estaríamos ante un acto de locura producido por una depresión mayor que, pese a estar diagnosticada, no impidió que Lubitz siguiera volando. Y aquí se propone una proliferación de preguntas que tiende a diluir el análisis, invitando a que cada lector concluya por sí mismo que lo ocurrido fue una “tragedia”, algo que nadie quería pero que era imposible de evitar y que nada nos dice sobre nuestra sociedad y época. Esas preguntas aluden a la responsabilidad de la compañía y, sobre todo, a la medida en que es posible un rastreo de las condiciones psíquicas de todos los pilotos de todas las compañías aéreas. Si se sigue esta línea de preguntas concluimos que dicho rastreo es muy difícil y que, en todo caso, debería restringirse a casos límite, como fue el representado por el propio Lubitz. 

Pero la prensa no ha puesto el énfasis suficiente sobre el hecho de que el “accidente” fue, en realidad, un asesinato premeditado. Ahora sabemos que Lubitz había investigado, en diferentes páginas  web, sobre el aislamiento de la cabina de mando. Y se había certificado que, una vez cerrada desde adentro, es impenetrable. También sabía que podía usar el piloto automático del avión para forzar su caída sin la posibilidad de una salvadora autocorrección del rumbo. 

¿Asesinato o suicidio? Cuál fue la motivación principal: ¿matarse a sí mismo o asesinar a los pasajeros del avión?  La respuesta no es sencilla, pues ambas motivaciones parecen estar muy intrincadas. Lubitz pudo tirarse de un edificio o estrellarse en su auto, pero escogió morir matando a muchas personas que ni siquiera conocía. El asesinato era parte indisociable de un plan sobre cuya lógica solo podemos, y debemos, conjeturar. Y creo que hay dos respuestas posibles. La primera incide en el odio hacia los demás. A Lubitz, hombre deprimido, de una baja autoestima, le resulta hiriente, insoportable, la alegría de vivir que observa en el mundo. Todos seríamos responsables de su desgracia, o, al menos cómplices de ella, pues no le damos la atención que merece. La segunda respuesta apunta a la necesidad de hacer algo “grande”, producir un acontecimiento que haga que su nombre pase a la posteridad. Esta idea la había compartido con su novia en varias ocasiones. Lubitz era un hombre sediento de gloria. Entonces, no importa si es una hazaña,  o una monstruosidad, lo que vale es que no será olvidado. Las dos respuestas no tienen por qué ser incompatibles: Lubitz odia porque no es amado de la manera que cree merecer; entonces quiere vengarse y dejar un recuerdo estremecedor.  

Lubitz se enseñorea de la cabina a las 10:29 de la mañana. Tres minutos más tarde el piloto trata de persuadirlo, cuatro minutos después los pasajeros se dan cuenta de la situación y comienzan a gritar e implorar. Finalmente, a las 10:40 el avión se estrella. Han transcurrido 11 minutos desde que Lubitz controla los mandos del avión. En ese intervalo no dice nada, su acto habla por él. No le importan las amenazas, los lloros y las súplicas.

El deseo de gloria puede ser una pasión suicida. Y nuestras sociedades lo fomentan con su delirante culto al triunfo, especialmente entre los hombres. Entonces la gente se mata lentamente con estilos de vida tóxicos, adictivos. El éxito es como un equivalente mundano de la salvación. Desde esta perspectiva el caso Lubitz abre dos grandes desafíos a nuestra época. Primero, cómo moderar el deseo de reconocimiento en una sociedad cada vez más agnóstica, donde se debilita el consuelo de una vida eterna. Segundo, cómo lograr que cada uno de nosotros se sienta lo suficientemente querido como para no odiar y agredir al mundo.