Nadie piensa en las empleadas. Muchas casas ni siquiera funcionan sin ellas. Miles de adultos no saben comer ni vestirse sin su ayuda. Y con frecuencia, la crianza de los niños depende más de ellas que de sus padres. Pero la convención social impone hasta cierto punto ignorarlas, como a los mendigos. Los invitados felicitan a sus anfitriones por la casa que no han ordenado o la cena que no han cocinado. A las empleadas, se tiende a notarlas más bien cuando algo está mal: si no funciona el caño o se quema el pollo.
En cambio, ellas lo saben todo de nosotros: lo que guardamos en nuestros bolsillos. Las mentiras que decimos en el teléfono. Las empleadas son el punto ciego de las familias de clase media y alta, cuya intimidad ocurre ante esos ojos ajenos como en una pantalla, sin consciencia de tener un público.
Nadie habría esperado que el homenaje a esas heroínas vendría de Alfonso Cuarón, mundialmente conocido por un taquillazo como “Harry Potter y el prisionero de Azkaban”, por una distopía oscura como “Hijos de los hombres” o por la virtuosa aventura espacial “Gravity”, que le valió el Óscar al mejor director en el 2014. Cuarón llevaba más de quince años –desde “Y tu mamá también”– sin hacer un largometraje en su México natal. Y ha dedicado todo este tiempo a revelarse como un gran maestro de su oficio, capaz de desenvolverse con soltura en todos los géneros, sin aspirar a construir un universo personal.
Y sin embargo, su nueva película, “Roma”, desafía la marca Cuarón y propone una historia íntima. El director recrea sus memorias de infancia en una familia acomodada de los setenta. Como corresponde a las coordenadas, el padre vive su crisis de los 40 ausentándose de casa para vivir una segunda adolescencia. La madre reclama una pensión. Y el verdadero pilar del hogar, la roca que sostiene al grupo es... la empleada doméstica.
“Roma” pone de relieve las grietas sociales de México, que son también las de América Latina. Las empleadas no hablan el mismo idioma ni tienen el mismo color que sus patrones. Y ese es un retrato imprescindible para nuestra filmografía.
Es curioso notar que venimos de una tradición de telenovelas con empleadas domésticas rubias. Sus papeles son de campesinas andinas pero su acento delata su origen de Miami. En los años noventa, trabajé como guionista en una telenovela. La protagonista tenía el corazón dividido entre un hombre blanco y uno cholo. Para decidir quién ganaría, el departamento de producción de la telenovela organizó un focus group con espectadoras. Ganó el blanco.
Lo más extraño: ganó con los votos de mujeres tan étnicamente andinas como el perdedor. Para esas televidentes, la telenovela era una cuento de hadas. Y, aunque ellas no lo sabían, su cuento estaba tejido con hilos racistas: el final feliz incluía un novio de tez clara. Más aun, la protagonista no era tan chola como su público, sino tan blanca como su público deseaba ser.
La inolvidable Cleo de “Roma”, encarnada por una soberbia Yalitza Aparicio, nos propone otro tipo de heroína de la cual enamorarnos. Una belleza mixteca, como las que has visto mil veces por la calle, pero nunca en un papel protagónico. Algo parecido hizo en su momento la Magaly Solier de “Madeinusa”. Quizá, si los latinoamericanos encontramos a estas mujeres en la enorme pantalla de una multisala, luego seamos capaces de verlas también en el mundo real. Y si el cine logra eso, se habrá vuelto más importante y útil que la mayoría de nuestros políticos.