Camino por las calles de Beijing. Una ciudad enorme. Edificios gigantes y modernos construidos principalmente en los últimos 20 años desafían a las ciudades más emblemáticas del mundo occidental. Autos, incluidos Audis, Volkswagens, Mercedes-Benz o Toyotas, hechos en China llenan sus calles.
Tiendas de todas las marcas, incluso las más lujosas. Se ven pocos turistas. Esas tiendas son principalmente para el pueblo chino. El mismo pueblo en nombre del cual se hizo la revolución comunista. Ahora ese pueblo, por fin, sin lucha de clases, se ha convertido en clase media y carga paquetes de Rolex, Ferragamo o Christian Dior. Se mezclan con puestos de comida donde uno ve anticuchos de escorpiones ensartados vivos, moviéndose antes de ser puestos en la plancha. O estrellas de mar o malaguas listas para ser devoradas sin ningún asco.
La pretensión maoísta de un uniforme único ha sido reemplazada por la ropa de marca más occidental imaginable.
Si algo merece ser llamado capitalismo salvaje es el que se ve en China. Es un capitalismo de volumen apabullante e impactante. Un capitalismo de consumo masivo (el más masivo del mundo). Y un capitalismo apoyado por el pueblo. Alfredo Torres decía hace unos días en esta misma página que China está entre los países en que su población apoya más la economía de mercado: 76% está de acuerdo.
Pero China es una paradoja tan grande como su población, su territorio y su muralla. Uno sigue caminando unos metros y llega a la plaza Tiananmen, el centro del poder político. La misma plaza que en 1989 fue testigo de la represión de la movilización estudiantil contra el régimen comunista.
En la pared exterior de la Ciudad Prohibida, residencia de los últimos emperadores, una pintura enorme de Mao Tse Tung preside la plaza. Mao dibuja una sonrisa enigmática, que, guardando las distancias artísticas, me hace recordar a la de la Monalisa. Es un tótem, un ícono adorado. En el centro de la plaza se levanta su mausoleo. En él los chinos hacen colas de más de dos horas para ver el cuerpo de Mao por menos de 30 segundos. Sin duda buena parte del 76% de la población que apoya la economía de mercado hace esa cola, antes o después de hacer sus compras en alguno de los centros comerciales sofisticados que proliferan sin límite en los alrededores.
Es claro que Mao no toleraría nada de lo que pasa a lo largo y ancho de Beijing, a pocas cuadras de su foto y mausoleo. La occidentalización de China hubiera merecido una represión sin tregua. Y es claro que la población china indica con sus actos y con su vida que Mao estaba profundamente equivocado. El camino al bienestar no pasaba por su revolución comunista, sino por todo lo contrario. Y aun así adoran su figura y muchos le atribuyen a él la prosperidad que comienzan a vivir hoy.
Es curiosa la facilidad con la que el ser humano desensambla la libertad económica de la libertad política. Es curioso lo fácil que es pensar que son libertades diferentes cuando son parte de una única libertad. Cada una se alimenta de la otra.
¿Cómo entender que en China no haya acceso a redes sociales como Facebook o Twitter o no pueda uno acceder a You Tube y al mismo tiempo pueda acceder a comprar lo que quiera, como quiera y en cuanto quiera? El temor a que la libertad, dinámicamente expresada en redes sociales, socave las bases del poder político espanta a los funcionarios.
El Gobierno Chino descubrió los beneficios de la competencia económica. Se dio cuenta de que la carrera de las empresas por obtener beneficios económicos hace crecer a los consumidores y los saca de la pobreza. Pero al mismo tiempo niega que la competencia política, con todos los derechos que ella requiere, como la libertad de expresión y de información, haga crecer a los ciudadanos y los haga más dignos. Y es que nadie reparte las lampas con las que luego lo van a enterrar.