Jaime de Althaus

Organizaciones radicales y procastillistas del sur han anunciado una huelga indefinida a partir del 4 de enero, demandando la libertad de , el cierre del Congreso “golpista”, la renuncia de la “usurpadora” Dina Boluarte y, por supuesto, asamblea constituyente. Todas demandas irreales e ilegales, porque quien dio el golpe (fallido) fue Castillo, Dina Boluarte asumió por sucesión constitucional y el adelanto de elecciones ya fue aprobado en primera votación.

Pero la repetición goebbeliana de esa posverdad o “verdad” alternativa cala porque somos un país partido en varios sentidos, un país de realidades paralelas. Para comenzar, no existe comunicación política entre las poblaciones y movimientos locales y las esferas nacionales, porque no hay partidos que conecten lo local con lo nacional. Ese canal está roto. No hay quien dé la versión real y jurídica. El verbo es monopolizado por una alianza entre radicales e ilegales. Hacia arriba es igual: las demandas no se canalizan adecuadamente porque no hay representación y porque el Estado no está presente o lo está, pero capturado por redes patrimonialistas locales.

Castillo, sin embargo, sí encarnaba una presencia en lo nacional. Para sus partidarios era una conquista. Ejercía una representación, más sociológica que política, como agudamente ha precisado Mauricio Zavaleta. Por eso también quienes lo apoyan prefieren creer que fue víctima de un golpe y que las acusaciones de corrupción formaron parte de ese golpe, y que la pésima gestión se debió al obstruccionismo del Congreso.

En este sistema de mundos paralelos no solo no hay representación, tampoco hay participación en la legalidad. El país formal es cada vez más inaccesible, oneroso y abstruso. Por eso los mineros aportan logística a la ofensiva insurreccional. Castillo les aflojaba los controles y alentaba las invasiones. El Estado se había puesto de su lado. La vacancia detona entonces una reacción-revolución contra el Estado limeño, ajeno, excluyente y persecutorio que vuelve a tomar el poder, y, como bien anota Iván Arenas en “Caretas”, constatamos la paradoja de que ese capitalismo popular termina aliándose con la izquierda radical que logra representarlo incluso con demandas que le serían contraproducentes como la asamblea constituyente, otra posverdad que quizá venda un mundo ideal. Por supuesto, también se suman a esas demandas formas de crimen organizado como el narcotráfico y el contrabando, que igualmente recibieron luz verde durante el castillismo.

Hay remedios para reintegrar este sistema de mundos paralelos, pero no son fáciles. El aligeramiento de la carga regulatoria para que los pequeños emprendimientos puedan formalizarse enfrenta la resistencia de la propia izquierda y de sectores laborales formales. La incorporación de la minería informal y artesanal a la formalidad es una necesidad inaplazable, pero requiere un arreglo institucional y contractual con las concesiones formales ocupadas, que nadie está trabajando y que la minería formal evade.

Reconstruir un sistema de partidos y de representación parece casi imposible. Pero algo se puede avanzar con dos cámaras donde los diputados sean elegidos en distritos electorales pequeños, con uno o dos representantes cada uno, de modo que el elector pueda estar conectado con su representante.

Al mismo tiempo, canalizar la participación política solo a través de partidos y no de movimientos regionales. Así, los alcaldes pertenecerán a algún partido con presencia en el Congreso y el país estaría políticamente integrado. Por supuesto, tendrían que ser mejores partidos que los actuales, capaces de proponer e interesar a los mejores ciudadanos, y para eso las empresas deberían poder financiarlos de manera transparente y ayudar a crear ‘think tanks’ partidarios por impuestos. Son algunos de los cambios que necesitamos.

Jaime de Althaus es analista político

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