Habría que preguntar a quienes afirman que lo material no trasciende cómo hicieron para extraer el alma a las cosas perceptibles. Deberían responder si acaso es cierto que uno no se lleva para la tumba todo aquello que reúne en el camino, objetos aparentemente inanimados que se convierten en paisaje, imaginario, a menudo entraña.
Yo creo que sí, que cargamos hondo con todo, imágenes, colores, fragancias, estampas, tallas, altares y demás cosas; ahí está esa pared que pintó un angoleño y que tiene más alma que lo que conozco bajo el nombre de Dios; ahí camina, porque la caminan voluntades juntas, el anda paseandera que queremos rozar con el cuerpo siquiera, tocar con los ojos, y resulta ser infinitamente más que toneladas de existencias. Un milagro a pie y sobre hombros que no se cansan porque soportan juntos un conjuro de emociones nobles, un imán de esperanza universal, y nada parece presagiar que en su armazón se sostienen y engarzan nada más la plata, la madera, las flores, las luces y sus cables, y algún otro elemento banal, cotidiano, mortal, como la piel que nos reviste.
Y así como el anda y el muro, objetos salieron de baúles y recintos, de lugares que no tienen nombre ni lugar. Fueron brotando, como secretos que se revelan de a susurros, cosas que dijeron otras cosas: reliquias, detentes, ofrendas, óleos, condecoraciones, cartas, documentos, antiguos hábitos, cajas de cajas y cuartos de cuartos de cosas que nunca fueron cosas. Porque todas ellas hablaron del Cristo de Pachacamilla, del Cristo de la Pared, del Cristo Moreno, de milagros, beatas y claustros, del Señor que hacía milagros, de los fieles que obsequiaban, de los que pedían y sanaban, de los que agradecían y entregaban, de los que seguían, de los que se hermanaban, de todos aquellos que testimoniaban, de los que dejaban en el camino sus manifestaciones de fervor, y ante los ojos incrédulos de los responsables y curadores del proyecto de museo que hoy se hace realidad, allí nomás al lado de la pared incólume y del anda que camina y reposa, bajo la atenta mirada de las madres nazarenas descalzas, durante décadas se fueron pacientemente catalogando, restaurando, queriendo, comprendiendo. Esos objetos de siglos que narraron la historia de un Señor, la historia de un pueblo y sus pobladores, la historia de una religión y sus expresiones, la historia de una pared y de una ciudad que ha nacido de esa pared, la historia de un muro que ha navegado océanos, volado por sobre montañas y ha sorteado abismos culturales, geográficos, sociales, temporales.
Tres pisos y seis salas de exhibición tiene el museo, mil quinientos kilos pesa el anda, es de adobe la pared, materia, objetos, cosas que corrompe el clima, se humedecen, se resanan, se pintan y arreglan. El museo estará todo el año abierto al público, el anda se desarmará hasta el año entrante cuando se inicien las procesiones, la pared seguirá allí, hierática, misteriosa, y seguramente resistirá mucho más que remezones de la tierra, y nosotros, muchos de nosotros, solo podremos sobrevivir en este mundo difícil confiando en que Dios está en todas las cosas, desde la astilla de una cruz atesorada en un relicario, hasta en el nada pretencioso rosario de plástico color morado ofrecido a la salida de este templo que nos recuerda lo bueno que es estar aquí.