(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Fernando Berckemeyer

El incendio del Museo Nacional de Brasil, con las veinte millones de piezas que guardaba, es una tragedia más grande de la que, salvo excepciones, se está considerando. Cuando se mide lo que una pérdida así significa, normalmente se toma en cuenta solo lo que ya estaba ahí: los objetos. Lo que en cambio no se considera es lo que esos objetos todavía guardaban adentro. Es decir, lo que su estudio futuro podía haber seguido revelando sobre las culturas y los hombres que los produjeron.

Es difícil exagerar la importancia que tiene esto cuando se está frente a objetos de mundos sin escritura, como sucede con buena parte de las obras perdidas en este incendio. Las creaciones artísticas son la principal puerta de entrada a los pensamientos y experiencias de las culturas ágrafas. Consiguientemente, la quema de un museo como este se parece a la quema de una biblioteca insustituible.

Lo anterior da una buena idea de qué tan grave es el estado de postergación en que la mayoría de Latinoamérica tiene a buena parte de su muy rico patrimonio cultural. La del Museo Nacional de Brasil, después de todo, ha sido una muerte anunciada. Y largamente anunciada. Ya en 1978, el diario “O’Globo” titulaba una de sus notas sobre el museo así: “Un blanco fácil para el fuego”.

En el Perú, el país con el patrimonio arqueológico más rico de Sudamérica, tenemos varios ‘accidentes’ como el del museo esperando su cualquier día. Pensemos en algunos ejemplos. Solo ocho de los 56 museos inscritos en el Sistema Nacional de Museos cuentan con el certificado de seguridad de Defensa Civil. De las 366 huacas declaradas por el Ministerio de Cultura que hay en Lima, la mayoría está en riesgo permanente de daños, particularmente invasiones. De hecho, de acuerdo con un reportaje de Ojo Público, solo entre el 2009 y el 2017 se produjeron 1.566 atentados contra estos recintos, muchos de ellos por traficantes de terrenos. Y esto último es solo en la capital...

Detrás del estado en que sobrevive nuestro patrimonio, hay un prejuicio y mucha hipocresía. El prejuicio es el que sostiene que, al ser de todos, los bienes culturales no pueden tener derechos privados sobre ellos. Y la hipocresía es la que supone asumir que una vez están encargados al Estado (el representante de todos) la salvaguarda de los bienes culturales y el libre acceso a ellos quedan garantizados.

Esto de la hipocresía se descubre rápido: nuestros monumentos históricos son “de todos” solo jurídicamente; en la realidad, la mayoría de ellos es más bien “del polvo”. Lo que resulta bastante lógico cuando uno considera que si se divide el presupuesto que el sector público dedica cada año a la “puesta en valor y uso social del patrimonio cultural”, tenemos que a cada uno de los 20.000 sitios arqueológicos que existen en el país le tocaría anualmente algo menos de S/3.945. Y esto, para hablar solo de recursos y no de los problemas de eficiencias en la gestión que suele tener el Estado.

Por otra parte, a fin de saber lo del prejuicio solo hace falta ver cuántos de los mejores museos del mundo son privados. Por ejemplo, el Museo Metropolitano de Nueva York o esa joya peruana que es el Museo Larco. O, para considerar sitios arqueológicos, el complejo arqueológico El Brujo o la huaca Pucllana en nuestro país –ambos concesionados a privados–.

Si van a tener aseguradas su preservación y puesta en valor, nuestros lugares arqueológicos necesitan poder contar con lo que sí cuentan aquellas especies de animales que, como las vacas, nunca están en peligro de extinción: individuos concretos personalmente interesados en que sobrevivan en buen estado. Y para eso, naturalmente, se necesita un marco jurídico que haga que invertir en ellos sea rentable (sin que la rentabilidad tenga que entenderse en todos los casos en términos monetarios; por ejemplo, la rentabilidad de los dueños de las asociaciones como la que posee el antes citado Museo Metropolitano se da en términos de prestigio).

Lo que no se puede tener son marcos regulatorios como los que suelen suponer nuestras declaratorias de patrimonio cultural, las mismas que muchas veces acaban haciendo que para los dueños de los inmuebles resulte más rentable dejarlos decaer que recuperarlos.

Desde luego, siempre podemos seguir apostando por la mentalidad actual, la misma que llevó a que, luego de unas marchas en el Cusco, el Congreso derogara por 56 votos a favor y solo 7 en contra el muy meritorio Decreto Legislativo 1198, con el que se intentó promover en el 2015 la gestión privada de parte del patrimonio arqueológico del país. Pero esa apuesta solo tiene sentido si estamos seguros de que, en el balance, cuando miramos esos abandonados y muchas veces invadidos montículos de polvo que son la mayoría de huacas que pueblan nuestro territorio, el orgullo que podemos sentir al pensar que “son de todos” supera a la pena inevitable de verlos como están.

*El autor fue representante del World Monument Fund en el Perú.

Nota del editor: