Maite  Vizcarra

“Lo importante en es la narrativa, el relato” es una expresión, especialmente en contextos , frecuente y apropiada, pues la manera cómo logramos deliberar y escoger entre muchas opciones tiene que ver con la forma en que se presentan el candidato y su propuesta, para lo que es muy pertinente la creación de un relato persuasivo.

Los discursos electorales en las democracias liberales del siglo XXI se orientan a generar imágenes en las que se asienta la visión que nos pretende seducir. En el fondo, las narrativas se orientan a eso: a crearnos una ilusión de lo que se nos presenta.

Aunque válida como estrategia, y seguramente intuido por muchos ciudadanos, no siempre todo lo que se nos cuenta es real. Y más de una vez se nos seduce con medias verdades o con realidades trastocadas. Con mayor frecuencia, la mentira aflora en las narrativas electorales y entonces conviene preguntarse si no es que, en tanto electores, nos agrada –o al menos divierte– que, conscientemente, a propósito, se nos engañe.

Esta es la única explicación que puedo encontrar a la retahíla de propuestas inconmensurables e irrealizables que muchos de los aspirantes a gobernadores o alcaldes han realizado en sus campañas en las distintas ciudades del país, incluyendo a la mayoría de los aspirantes a la alcaldía de Lima, quienes el domingo pasado se despacharon con propuestas fofas o fuera de los límites de la función pública a la que aspiran.

Y qué decir de la flagrante toreada que muchos de esos aspirantes ejecutaron para evadir, sin ningún pudor, varias preguntas especialmente orientadas a conocer mejor sus planes y acciones de gobierno. Fue una verdadera falta de respeto a toda la ciudadanía de Lima, que encontró su mejor contrapeso en Twitter, con los diversos memes que circularon por ahí.

¿Mentir es consustancial a la práctica política? Hannah Arendt escribió: “Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas”.

Por su parte, Maquiavelo justificaba el ocultamiento de la realidad bajo el supuesto de que la disciplina de la política consistía, básicamente, en ganar poder y mantenerlo. Entonces, podríamos colegir que hacer política –al menos en el siglo pasado– implicaba contar con políticos que mientan para eludir responsabilidades o para apuntarse algún tanto que no les correspondía.

Pero en el Perú del siglo XXI, con una ciudadanía súper informada, y con una enorme capacidad de expresión –para bien o para mal– en las redes sociales, parece que ser un mentiroso ya no es un buen negocio. Y esto porque, dado que hoy casi todos los procesos productivos, deliberativos, etc., públicos o privados son susceptibles de digitalizarse, también es posible acceder a los datos que se generan en ellos. Aparece en la ciudadanía, entonces, una enorme capacidad para hurgar en las rendijas de las medias verdades a fin de desenmascarar al que miente.

Dicho en otras palabras, en el 2022 es mejor ser transparente con los relatos que se crean, pues lo contrario implica el muy probable riesgo de ser desnudado públicamente en algún ágora digital, vía un cruento ‘bullying’ en línea.

Aun cuando la sociedad peruana es muy tolerante con las medias verdades, no nos gusta que nos ‘cuenten cuentos’ o nos vean la cara de pánfilos; y, como pasa con el mitómano narcisista respecto de sus víctimas, la mejor forma de evitar su manipulación es la terapia cognitiva conductual: tenemos que ser conscientes –las y los peruanos– de que nos merecemos mejores opciones, aunque eso implique en el sufragio de este domingo ir por la opción menos burda y canalla.

Maite Vizcarra es tecnóloga, @Techtulia

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