La fiesta cristiana de la Navidad puede entenderse como una celebración de la natalidad. La familia se reúne en torno a un recién nacido visto como una gran esperanza para todos. Paradójicamente, conforme la fiesta de la Navidad se ha extendido por el mundo, la natalidad ha caminado en sentido contrario. De acuerdo con el reloj mundial de la población, actualmente ocurren en el mundo unos 20 nacimientos al año por cada 1.000 habitantes. Esto es aproximadamente la mitad que hace medio siglo. Como también ha descendido la mortalidad, hasta llegar a una tasa de ocho decesos por cada 1.000 personas, la población del mundo continúa en ascenso, aunque a una velocidad menor que antaño.
Esa medida de la natalidad de 20 por 1.000, que los demógrafos llaman tasa bruta de natalidad (TBN), es un promedio de los diferentes países. En un extremo tenemos a naciones como Japón, Portugal o Alemania, con una TBN de apenas ocho a nueve por 1.000, ciertamente inferior a su tasa bruta de mortalidad (TBM) por varios puntos, de modo que en el largo plazo son sociedades que, si no logran atraer inmigrantes o revertir su proceso demográfico, están condenadas a extinguirse. En el otro extremo aparecen naciones como Chad, Somalia, Mali o Angola, cuya natalidad está por encima de los 40 por 1.000.
Dado que los países prósperos se caracterizan por una pobre natalidad, mientras que los países con una alta natalidad figuran entre los económicamente más atrasados, se podría llegar a la conclusión de que el crecimiento económico tiene tendencias infanticidas. No le gustan los niños. Desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del siglo XX, el crecimiento demográfico fue uno de los motores de la expansión de la economía mundial y, así, de la prosperidad con que se identificó a la modernidad. Ciertas interpretaciones de la Gran Depresión de los años treinta postulan entre sus causas el frenazo que tuvo la demografía europea después de la Primera Guerra Mundial, y seguramente la flaqueza en la natalidad debe contarse entre las razones por las que los países desarrollados del hemisferio norte encuentren hoy inalcanzables las tasas de crecimiento de las que disfrutaron hace medio siglo o más.
En el pasado, los fundadores de la ciencia económica, como Thomas Malthus y David Ricardo, consideraron la velocidad del incremento demográfico como un indicador del bienestar de la población. Multiplicarse aceleradamente era la mejor prueba de buena nutrición, satisfacción con la vida y confianza en el futuro. ¿Qué ha hecho que hoy las familias, mientras más prósperas, opten por una menor natalidad? ¿O será al revés: que ha sido gracias a la reducida natalidad que han sido capaces de prosperar? El historiador holandés Jan de Vries ha abierto con sus estudios sobre la evolución de la economía de las familias una serie de pistas interesantes. El hogar que él llama “del ganador de pan y el ama de casa” (es decir, el modelo tradicional del marido que sale de la casa a trabajar para traer dinero al hogar, mientras la mujer gerencia la economía doméstica, convirtiendo en cuidados, comidas y limpieza los insumos que pueden comprarse en el mercado gracias a los ingresos monetarios conseguidos por aquel y eventualmente los hijos mayores) era un modelo sin duda machista, pero eficiente para criar niños.
Después de la Primera Guerra Mundial, en el mundo de los países ricos dicho modelo familiar fue siendo desplazado por un “hogar industrioso”, en el que tanto el marido como la mujer salieron de la casa a trabajar y ganar dinero. Para poder procrear niños había que contratar criados, por lo que las familias se dividieron en dos clases: las que empleaban sirvientes y las que los suministraban. Con el crecimiento económico los salarios de los sirvientes subieron y pocos hogares pudieron darse el lujo de mantenerlos. Desde las postrimerías del siglo XX, la migración del Tercer Mundo organizó a una escala internacional esa división del trabajo entre familias contratantes y proveedoras de trabajo doméstico, lo que ha venido conteniendo la elevación de su costo.
El Estado, por su parte, respondió iniciando a edades más tempranas la educación de los niños y alargó la jornada escolar hasta hacerla coincidir con la del trabajo de los padres. La escuela-guardería trataba de conciliar las aspiraciones de consumo de la familia industriosa, con el deseo de tener esa prole que en el siglo XIX el fundador del socialismo presentara como el único bien con el que podía contar la clase trabajadora.
Las estadísticas revelan que una vez que el patrón de hogar industrioso y baja natalidad se instala en la organización social y la mentalidad de la población, resulta muy difícil modificarlo. Contener la natalidad parece una empresa más sencilla que procurar su aumento. El Perú, como en tantos otros indicadores mundiales, anda ubicado en la parte media, con unas tasas de natalidad y mortalidad de 19 y 6 por 1.000, respectivamente. Pero con el importante añadido de que, mientras en lo que respecta a la primera, la tendencia es a la baja, con respecto a la segunda, lo es al alza. En 1972 nuestra TBN era como la de los países africanos que hemos mencionado más arriba, y el número de hijos por mujer tenía una media de seis (hoy es de dos y medio).
Podría parecer que estamos muy bien: con una tasa de crecimiento demográfico cada vez más moderada, pero tendríamos que ir encendiendo las alertas. En un futuro ya no lejano tendremos que pensar en desgravaciones fiscales y ayudas a las familias que se esmeran en dar educación especializada a sus hijos. Sería una buena señal de que aumentar el capital humano de la nación es visto por esta con gratitud y solidaridad. Dos sentimientos también asociados a la fiesta de la Navidad.