Carmen McEvoy


Difícil escribir una columna sobre la –fiesta cristiana del amor, la paz y la esperanza– en una etapa tan violenta y azarosa como la que, a nivel planetario, nos ha tocado vivir. Cuando usualmente amanecemos con las noticias de un bombardeo o un nuevo tiroteo masivo, cuyas víctimas son inocentes, de preferencia niños. Tal como viene ocurriendo en Gaza y, previo a ello, en los kibutz fronterizos atacados por Hamás, mediante secuestros y execrables asesinatos de menores de edad. Y si bien es cierto que este tipo de comportamiento no es novedoso –pensemos en la cadena de guerras que han marcado el siglo XX y el XXI–, pareciera ser que estos tiempos recios decretan un nivel de vesania en el que una salida a la calle puede conducirte al más allá. Sin ir muy lejos, en el Perú, una república con un Estado en modo repliegue, mafias de todo tipo, entre ellas las del tráfico de mujeres, nos vienen (re)territorializando y, lo que es peor, abusando a su antojo. En un escenario donde la rapacidad convive con una frustración secular, lo único cierto es que nos encontramos en una suerte de transición hacia lo desconocido o, para dejar de lado los eufemismos, en una caída libre sin tierra a la vista. En nuestro caso particular, ese abismo al que tantas veces nos referimos está directamente asociado con una implosión lenta pero segura de un aparato estatal atávico, desnudado a partir del COVID-19, y que sistemáticamente se resiste a ser reformado. Y es en un contexto mundial de profunda binarización, con abismos sociales inmensos, pero también con un telescopio –el Webb– que nos traslada a los confines del universo, que la deshumanización se impone a sangre y fuego.

En medio de un proceso histórico durísimo, donde la vida ha perdido su valor y su horizonte y la memoria histórica desfallece ante los embates de los ‘fake news’, los cristianos hacemos una breve pausa para celebrar el nacimiento de un niño que desafió con sus enseñanzas un orden cruel. El consumismo y la obsesión por crear una “Navidad feliz” –causa de depresiones e incluso de suicidios– nos llevan a olvidar ese orden violento e injusto a donde llegó Jesús con una misión que cumplió a cabalidad. Cabe recordar que, además del infanticidio masivo que sucedió a su nacimiento en una Nazareth colonizada, el predicador del “ama a tu prójimo como a ti mismo” llegó al mundo rodeado de animales. En un estupendo artículo sobre la violencia en tiempos de Jesús, Julio Lois nos recuerda que, en general, ella pertenece a los dinamismos esenciales que constituyen la personalidad humana. En efecto, “el amor real es inconcebible sin asumir dosis mayores o menores de violencia. Y no se ama si no se vencen con fuerza las resistencias que anidan en la intimidad del ‘corazón’ humano”. Regresando al tema de la natividad que esta noche millones conmemoraremos, Lois señala, asimismo, que el “el pueblo de Israel” sufría “una pesada losa” generada por las estructuras jurídico-políticas de la ocupación y dominación romanas, que convivían con la violencia insurreccional, incluso armada, propugnada por el movimiento zelote. En medio de la polarización social extrema, la indolencia y la crueldad insoportable, la propuesta del hijo de un carpintero fue humanizar. Subrayando no solo la necesidad de perdonar al enemigo acérrimo, sino de asumir con coraje y como propios los “pecados” ajenos. En ese sentido, la crucifixión, con su insoportable agonía, es el paradigma del castigo de los brutales tiempos precristianos.

“La ejemplaridad debe ser un ideal de dignidad, no un aparato de linchamiento”, señala el filósofo español Javier Gomá. Y es a partir de esa poderosa frase que viene a mi memoria “Small things like these”, una novela desarrollada en una Nochebuena irlandesa. Claire Keegan, su autora, describe a su personaje principal, Furlong, como un hombre que evalúa su vida en vísperas de la Navidad de 1985. Haciéndole a su esposa –preocupada en su bienestar personal– un par de preguntas clave (“¿No vuelves a repasar las cosas, Elieen? ¿No te preocupas?”) de lo que está fuera de estas cuatro paredes. La valiente decisión de Furlong –porque se juega todo lo logrado a punta de esfuerzo– de salvar a una niña esclavizada en un convento católico muestra la reflexión navideña llevada a la práctica concreta. Un dilema ético donde la valentía y la bondad van de la mano y que comparto con ustedes en vísperas de esta difícil y para muchos triste Navidad.

*Comparto esta conversación “Del dolor al encuentro”:

Carmen McEvoy es Historiadora

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