Trabajar durante años en las empresas de publicidad de su padre le ha sido útil a Nayib Bukele para venderse como un presidente exitoso, un jefe de Estado ‘millenial’ en busca de su objetivo fundamental: ser un antes y un después en el destino de El Salvador. La inauguración de la megacárcel para pandilleros ha sido la última muestra de ello, una escena digna del inicio de una serie de Netflix. El traslado coreográfico de 2.000 presos semidesnudos –para que así el mundo vea sus emblemáticos tatuajes que los reconocen como miembros de las violentísimas maras– al nuevo Centro de Confinamiento del Terrorismo estuvo perfectamente estudiado.
Bukele no solo ha querido mostrar la mano dura de su gobierno contra las pandillas que han azotado el país centroamericano durante décadas, sino enfatizar que es un mandatario eficiente que ha logrado lo impensable en apenas cuatro años: hacer de El Salvador un país seguro y digno de inversión.
Y las cifras lo avalan: el 90% de la población aprueba su gestión, un número envidiable para cualquier mandatario. El gobierno de Bukele no deja de repetir sus logros: los homicidios se redujeron en un 57% entre el 2021 y el 2022, y en enero se registraron apenas dos asesinatos por cada 100 mil habitantes, cuando en el 2015, uno de los años más violentos en el país, el número llegó a 105.
Pero detrás de las cámaras hay otra realidad. El video se hizo contra el reloj porque se emitió dos días antes de un anuncio explosivo del Departamento de Justicia de Estados Unidos: Bukele negoció desde el 2019, cuando ganó las elecciones, con los jefes de la MS-13 –una de las maras más violentas– para que redujeran los homicidios a cambio de tratos preferenciales en las cárceles. Un pacto con el demonio donde todos ganaban.
La denuncia ya la había hecho meses antes el portal El Faro, pero se apuntaló con el documento estadounidense.
Sin embargo, el acuerdo terminó abruptamente en el 2022, lo que llevó al presidente a implementar el régimen de excepción, que está cerca de cumplir un año, y que ha permitido arrestos masivos de cualquiera que pudiera parecer un sospechoso. Así, se ha encarcelado a 64 mil personas desde entonces, incluyendo niños y adolescentes, y muchos más que estuvieron en el lugar y el momento equivocados.
El debate es complejo. Los salvadoreños ansían seguridad y ver en la cárcel a criminales que han cometido los peores vejámenes es un alivio. Por fin se hace justicia, dicen. Pero negociar con delincuentes es jugar con fuego. Y las maras saben que al frente tienen a un mandatario con un inmenso ego que pretende parchar con una curita un problema estructural solo para ganar las próximas elecciones y seguir copando los aparatos del Estado.