(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Hugo Coya

Como todo periodista experimentado, he tenido la oportunidad de cubrir numerosos acontecimientos, algunos importantes y otros no tanto. He visto políticos usar la demagogia para conquistar votos, corruptos negar desembozadamente fechorías, asesinos fingir arrepentimiento, personas de a pie recurrir a la prensa para reclamar por una justicia esquiva. Incluso, hace un cuarto de siglo, desde Miami, pude informar al público sobre los efectos del huracán Andrew, considerado uno de los más destructivos que haya castigado Estados Unidos en el siglo XX.

Es cierto, los reporteros somos testigos excepcionales de múltiples e impresionantes sucesos que no todos se perpetúan en la memoria por la necesidad que tenemos, como seres humanos, de activar mecanismos de defensa para poder preservar nuestra integridad psicológica.

Sin embargo, la terrible sucesión de catástrofes naturales que viene ocurriendo desde que comenzó el 2017 hizo que un recuerdo remoto, de hace poco más de 25 años, volviera con escalofriante luminosidad hasta volverse recurrente por estos días.

Era junio de 1992 cuando una multitud superior a las mil personas, entre los que se encontraban gobernantes de diferentes países, asistía a la llamada Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro para hablar sobre la posibilidad de que en un futuro el clima provocase drásticos cambios en el planeta.

Entre la nutrida concurrencia, había numerosos escépticos, reputados científicos y políticos que atribuían esos vaticinios más a la ciencia ficción que a la realidad. De pronto, una persona infrecuente en estos eventos fue invitada a hablar.

No se trataba de un experto en desastres, ni siquiera una de las encopetadas autoridades que asistían o de algún caudillo mesiánico preconizando el apocalipsis. Los organizadores habían decidido darle la oportunidad a una menuda niña canadiense que tenía por aquel entonces tan solo 12 años.

Ante el anuncio, no fueron pocos quienes abandonaron la sala, otros se pusieron a conversar entre ellos o simplemente decidieron ignorar la osadía. Al final, ¿qué podría enseñar o aportar esa pequeña a tan atildada multitud?

En medio de los murmullos, Severn Cullis-Suzuki subió al escenario y fulminó a la audiencia: “Viniendo aquí, hoy, no voy a ocultar mi objetivo: estoy luchando por mi futuro […]. No olviden por qué asisten a estas conferencias. Lo hacen porque nosotros somos sus hijos. Están decidiendo el tipo de mundo en el que creceremos”.

“Durante mi vida, he soñado con ver las grandes manadas de animales salvajes y las junglas y bosques repletos de pájaros y mariposas, pero ahora me pregunto si existirán siquiera para que mis hijos los vean”, afirmó. “¿Tuvieron que preguntarse ustedes estas cosas cuando tenían mi edad?”, interpeló.

Un silencio que, paradójicamente, se transformó en atronador, retumbó en el Riocentro, la sala de convenciones. Una niña recordaba a hombres mayores –y los más poderosos del mundo– su responsabilidad sobre las futuras generaciones.

Hoy las palabras de Severn más que una reflexión resultan un urgente llamado a la acción si consideramos que este 2017 ningún lugar del planeta parece invulnerable a los desastres naturales y que cada nueva catástrofe consigue superar a la anterior.

Primero fue El Niño costero, que, a diferencia de los tradicionales y cíclicos fenómenos parecidos que azotan nuestro país, llegó casi sin previo aviso, dejando una estela terrible de víctimas y destrucción en una extensa área de nuestro territorio, hecho que demandará años para recuperarse plenamente. Como si no fuera suficiente, una previsión reciente estima que existe un 62% de probabilidad de que se desarrolle el fenómeno de La Niña en los próximos meses.

Ahora, el Caribe, México y la región sur y la costa atlántica de Estados Unidos han sufrido el embate sucesivo de los huracanes Harvey, Irma, José, Katia y Max. El caso de Irma es sobresaliente pues se trató del segundo más poderoso desde que se tienen registros, con vientos superiores a los 249 kilómetros por hora, superado apenas por Allen con 300 en 1980.

Coincidentemente, en la costa oeste de Estados Unidos, se propagan incendios forestales (cerca de 172 se encuentran activos y de esos 78 son considerados grandes) que han reducido a cenizas al menos 3,3 millones de hectáreas. Esto equivale al doble del promedio anual en la última década.

Los cambios en el planeta van entonces más allá de la simple constatación de que las estaciones se tornan extremas cada año; los nevados peruanos desaparecen de manera vertiginosa; los grandes icebergs se quiebran en los polos; los vuelos convencionales trasatlánticos se demoran o acortan por la constante alteración de los vientos o la radiación aumenta y vuelve más vulnerable la piel de los habitantes en las ciudades del Perú.

Un análisis sin apasionamientos permite concluir que las catástrofes asociadas al calentamiento global se han agravado. La pregunta es: ¿Podemos negar todavía la existencia de un cambio climático y sus terribles consecuencias para la vida en el planeta?

Los hechos y las cifras sepultan cualquier atisbo de duda. Si deseamos combatir eficazmente esta amenaza para nuestra supervivencia, debemos comenzar por reconocer que el conocimiento y la ignorancia son cara y sello de una misma moneda.

Si bien hemos avanzado mucho en la investigación y el combate a los daños que infligimos al planeta, resulta evidente que no han sido suficientes. Tenemos, entonces, que renunciar a la soberbia de preconizar que lo sabemos todo y dejar de negar lo evidente para así admitir que nos falta conocer aun más, tomando acciones más enérgicas a nivel personal, nacional e internacional sin demorar la toma y ejecución de dichas decisiones.

Hoy más que nunca necesitamos que la reflexión de esa niña no quede apenas como una anécdota en una cumbre ecológica y replantear la forma como nos interrelacionamos con el mundo porque tan solo el reconocimiento de nuestra propia ignorancia permitirá la erudición en este y cualquier otro problema que enfrenta la humanidad.

No podemos permitir que nuestros hijos, nietos y sus descendientes conozcan cómo era vivir en un planeta con menos contaminación solo a través de los libros de historia ni de cualquier artilugio que lo sustituya o pretenda sustituirlo en el futuro.