Una vez en el sillón presidencial, un político puede tomar dos caminos: ser un estadista que gobierne para todos sus conciudadanos (incluyendo a la oposición) y estar por encima de las disputas y ambiciones mezquinas, o inventarse como caudillo, salvador de la patria, enviado de los apus para perpetuarse en el poder. Si su avidez es acompañada por una sólida popularidad, la tentación al caudillismo –liderazgo personalista y autoritario, enemigo de la institucionalización partidaria– crece.
En la política latinoamericana contemporánea, sin embargo, el caudillismo ha evolucionado. En aquellos países donde la reelección presidencial inmediata (e indefinida) es posible, se consolidan los proyectos personalistas. La fragilidad institucional es aprovechada para alterar la normatividad vigente o simplemente interpretarla convenientemente, procurando otra candidatura presidencial. Morales en Bolivia, Ortega en Nicaragua y recientemente Correa en Ecuador son casos actuales del abuso del apoyo popular para cambiar las reglas de juego impuestas por sus propios gobiernos (como sucedió con Fujimori en Perú y Uribe en Colombia).
Donde la reelección inmediata no está permitida, los ex presidentes dependen mucho de la fortaleza de sus partidos. Bachellet en Chile y García en el Perú pueden “volver” porque son liderazgos indiscutibles dentro de sus filas y porque cuentan con una organización (cuadros, estructuras) de respaldo que relativiza sus predominios personalistas. ¿Pero qué sucede cuando el caudillo está impedido de retornar a la candidatura presidencial, ya sea porque las normas lo impiden (Uribe en Colombia, Zelaya en Honduras) o están inhabilitados por la justicia (Fujimori en Perú, Bucaram en Ecuador)?
El caudillo que rehúsa su retiro depende de, al menos, tres condiciones necesarias para mantener su vigencia política: un partido, un heredero y un programa. Primero, se ve obligado a hacer lo que siempre detestó: institucionalizar un partido. Aunque genere una organización a su imagen y semejanza (Uribe y Centro Democrático; Zelaya y Libre), requiere un mínimo de estructura con cierta vida propia (democracia interna para selección de cuadros intermedios). Segundo, debe encontrar al sucesor confiable –pareja, hijos, acólitos– que asegure lealtad y salvaguarda a su legado (Zelaya y su esposa Xiomara; Fujimori y su hija Keiko). Cuando ello no sucede, la estrategia prueba-error puede producir altos costos políticos (Juan Manuel Santos fue el candidato uribista del 2010 y es hoy el principal opositor a Uribe).
Con un partido y un heredero, el personalismo del caudillo debe evolucionar –si quiere ser exitoso– a un discurso que combine elementos programáticos. Así, en el uribismo es “seguridad democrática” (una posición intransigente con los acuerdos con las FARC), en el fujimorismo es “mano dura” y pragmatismo, y Libre, de Zelaya, presenta un discurso progresista contra el ‘establishment’ hondureño. Cuando ello no sucede (Bucaram y PRE no han tenido la innovación ideológica requerida), solo le espera el olvido. Aún en ninguno de los casos este caudillo entre bambalinas ha retornado al poder (Uribe y Zelaya se estrenan como parlamentarios). Si Zuluaga (en Colombia) gana el próximo 15 de junio, estaremos ante una nueva fase de la política latinoamericana: el neocaudillismo en el gobierno.