Siempre me ha desconcertado ver cómo tantas personas con alto nivel educativo, incluso sofisticados profesionales dotados de gran capacidad para el pensamiento crítico, cuando se trata de economía, se contentan con hacer suyos los prejuicios más difundidos.
Tenemos, por ejemplo, la concepción de la economía como un juego de suma cero, en donde lo que uno obtiene se lo quita a otro, porque “la torta” de la riqueza es algo estático, que está ahí desde un comienzo, lista para ser repartida así o asá. Es decir, la extendidísima asunción de que unos son más ricos porque otros son más pobres. Y la consiguiente conclusión de que la salida principal para el problema de la pobreza está en la redistribución de lo que “concentran” los primeros.
Esta creencia tiene la fuerza de un instinto y, como todo instinto, es a menudo impermeable a los mejores niveles de educación y hábitos analíticos. No deja espacio a considerar, para usar el ejemplo del actual hombre más rico del mundo, que Amazon es tan grande y lucrativo porque a sus clientes, por mucho que nos podamos quejar de ella, nos sigue pareciendo que nos aporta más de lo que nos cuesta; lo que no es más que otra forma de decir que sentimos que nos enriquece al permitirnos satisfacer nuestras necesidades a mejores combinaciones de calidad-precio que las que tendríamos si no existiera. En otras palabras, que Jeff Bezos solo ha podido enriquecerse tanto por medio de enriquecer a muchos más en el camino.
¿De dónde viene, entonces, el blindaje que acostumbran poseer este tipo de creencias? Son, sin duda, muchas causas, pero ha de tener un rol importante entre ellas la carga emocional que los temas que se juegan en la economía suelen traer consigo: por ejemplo, el tan chocante espectáculo, omnipresente en el Tercer Mundo, de la riqueza de los ricos al lado de la pobreza de los pobres. Espectáculo que, ciertamente, solo se vuelve aún más sublevante por algunos despliegues y actitudes que a menudo se ejercen desde la riqueza, como esas “desigualdades de trato” de las que viene hablando el economista Sebastián Edwards a la hora de explicar el estallido en Chile.
En cualquier caso, de todas las muchas causas posibles de la ubicuidad de los dogmas antimercado a las que me refiero, hay una cuya responsabilidad principal permanece con quienes creemos tener las pruebas que las desarman: la ausencia de difusión (solo conozco, por ejemplo, un ‘think tank’ en el Perú que tiene como objetivo parcial hacer esto, y su presupuesto es magro). Acabé pensando en esto luego de dos recientes conversaciones con amigos críticos del “neoliberalismo” que para ellos nos rige, en las que escuché el mismo argumento: “Yo no quiero un Estado socialista, yo lo que te digo es algo como Canadá o Australia o Escandinavia”.
Ahí había, clamoroso, un problema de desinformación. Porque tanto Canadá y Australia como Suecia, Noruega y Finlandia son mucho más libres en sus economías que el Perú. En el ránking de Libertades Económicas de la Heritage Foundation, los cinco países se encuentran mucho más arriba que el nuestro, que tiene el puesto 45 en la lista, frente al 5 de Australia, al 8 de Canadá, al 19 de Suecia, al 20 de Finlandia y al 26 de Noruega.
No tiene, pues, base alguna hablar del Perú como economía muy libre al lado de estas. Especialmente teniendo en cuenta que nunca hemos logrado superar la categoría de los países “moderadamente libres” en el mencionado índice. Nuestra economía solo podría ser vista como muy libre si la comparamos con el rol que jugaba el Estado hasta el momento en el que se dieron las incompletas reformas de los 90 (cuando teníamos al 60% de la población bajo la línea de pobreza).
Por cierto, Suecia es uno de los países más desiguales del mundo en términos de distribución de la riqueza: la fortuna de sus billonarios equivale a un cuarto de su PBI. De hecho, Suecia y Noruega tienen más billonarios por persona que Estados Unidos.
Por otro lado, si la comparación con esos países iba más bien referida a los servicios públicos, pues ahí la crítica correspondería al Estado; no al modelo económico peruano. Particularmente, teniendo en cuenta lo poco que han seguido las mejoras en nuestros servicios públicos a los aumentos en el presupuesto nacional (que en los últimos 18 años se ha multiplicado casi por cinco).
Dice la Biblia que la verdad nos hará libres. ¿No podría la información hacernos más liberales?